sábado, 6 de diciembre de 2014

Simeón y Ana, en la vejez

Vamos a recordar ahora una historia de muchos siglos atrás, muy conocida. Utilizamos para ello el Evangelio de Lucas[1]. Eran un hombre y una mujer ya ancianos, que se pasaban el día en el templo de Jerusalén, y que tuvieron la suerte de conocer a Jesús a los pocos días de su nacimiento. Una historia que puede ser un símbolo para todos nosotros.


Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido una revelación del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor.
Impulsado por el Espíritu Santo fue al templo, y cuando entraron con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel”. Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, y dijo a María, su madre: “Mira: este está puesto para que todos en Israel caigan o se levanten; será una bandera discutida, y a ti una espada te traspasará el alma. Así quedará calara la actitud de muchos corazones”.
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche; sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.

Simeón y Ana formaban parte del amplio grupo de judíos que esperaban que un día se cumplirían las promesas de Dios. Esperaban algo nuevo, que transformase la vida difícil y dolorosa de tanta gente. Era una esperanza que se vivía de formas muy diferentes. Algunos esperaban una acción maravillosa de Dios, una gran acción poderosa que lo transformaría todo.

Pero había otros, como Simeón y Ana, o como José y María, o como Isabel y Zacarías, que vivían simplemente la confianza en Dios y procuraban llevar a la práctica las grandes llamadas que Dios había hecho a lo largo de la historia: la llamada a la fe y a la esperanza; la llamada a la oración, la llamada a amar a los demás y a estar al servicio de los que lo necesitasen y sobre todo de los pobres… y así, esperaban.

Simeón tenía dentro de sí una convicción. Él, un hombre anciano y sin ninguna relevancia social, cuyo único objetivo en la vida era intentar ser honrado y piadoso, había sentido una llamada interior, algo que le había llenado de confianza y alegría: no sabría cómo explicarlo, pero tenía claro que el Espíritu de Dios le había asegurado el cumplimiento de una gran esperanza: vería cómo se comenzaban a hacer realidad aquellas promesas en las que él creía. Vería a aquel a través del cual Dios iba a iniciar un camino nuevo para la humanidad, el Mesías del Señor.

Y luego está Ana, sobre la que el relato no nos dice si había sentido como Simeón alguna llamada. Era viuda, y las viudas poco futuro tenían, en aquel tiempo. Por eso ella se había refugiado en el servicio del templo, y allí también esperaba. El evangelio no lo dice, pero siendo como era una mujer viuda, debía tener mucha más fuerza y convicción que Simeón para seguir adelante… y esperaba en día en que las cosas comenzarían a ser distintas.

Y ese día llegó. Nadie lo habría dicho, que tuviese que llegar de aquella manera, nadie más lo supo ver, pero Simeón y Ana sí, porque a Simeón y Ana los años les habían dado sabiduría, capacidad de entender, experiencia que les hace descubrir dónde está lo valioso de la vida.

Simeón y Ana eran personas de corazón abierto, que a través de los muchos ratos de oración y de tener el espíritu y la mirada bien dispuestos, han sido capaces de entender por dónde pasaba el camino de Dios. Que es el camino que ellos han vivido siempre, el camino de la sencillez y la fidelidad amorosa, el camino que ahora, ya ancianos, siguen viviendo, y el camino que saben que es el único camino de felicidad.

Por encima de todo, este camino es una gran alegría. Y cuando uno lo ha descubierto, cuando uno ha visto en Jesús que este camino es el de la felicidad y de la vida, entonces puede mirar hacia atrás con paz y confianza, y agradecer toda la historia vivida, tanto las cosas que han ido bien como las que ido mal, tanto los aciertos como los fracasos, tanto las ilusiones alcanzadas como las que no. Y puede mirar hacia delante y decir aquellas grandes palabras: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto al Salvador”. Porque esto no se termina, y después está toda la paz, todo el amor y toda la vida de Dios.




[1] Evangelio según san Lucas 2, 22.25-38

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