domingo, 7 de marzo de 2010

Muerte y Resurrección del Hijo

Muerte y resurrección del Hijo tiene relación con la Misericordia del Padre. La fidelidad y el amor de Dios se ha expresado al máximo en el sacrificio redentor del Hijo. El Padre no ha retrocedido ante el sacrificio de su Hijo, sino que en ese momento crucial de la historia de la salvación ha permanecido fiel a sí mismo y fiel a las promesas hechas al hombre. El texto de Filipenses nos dice que Dios “se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz.”[1] El Dios omnipotente renunció a la voluntad de poder: “estoy en medio de vosotros como el que sirve”. (Lc 22, 27) El Dios omnipotente no destruye mecánicamente el mal y la muerte, sino que lo asume. Por esto, ante el sufrimiento de los inocentes, o los episodios ‘absurdos’ de la vida, nuestro Dios se muestra como debilidad invencible. Y porque Dios se manifiesta como débil, por eso sufre con el ser humano. Se podría decir que el sufrimiento es el pan que Dios comparte con nosotros. La misericordia divina es como la debilidad de Dios. La debilidad de Dios corresponde a la debilidad del ser humano. Nuestro Dios se presenta siempre como protagonista del perdón. Perdonando, practicando la misericordia, es como Dios se revela al ser humano en cuanto Dios.

El nuevo testamento presenta a Jesús como el gran perdonador, el gran terapeuta del perdón. En Él se hace presente toda la misericordia de Dios. Jesús se preocupaba de las personas en su totalidad, descendiendo hasta su misma interioridad, hasta su corazón; al perdonar, Jesús desencadena en el perdonado un proceso de reajuste total. En Jesús se revela la misericordia, no la violencia. La encarnación es el abajamiento de Dios (kénosis de Dios). Es la señal de que Dios no es violento. Ama a todos, porque es el icono de Dios y Dios es Amor (1 Jn 4, 8). Jesús presenta a su Abba no como patrón, sino como amigo; no como dominador, sino como servidor; afirma que las cosas esenciales no son reveladas a los sabios, sino a los pequeños (Mt 11, 25; Lc 10, 21). EI hilo conductor de la historia, iniciada por Jesús, es la reducción de las estructuras fuertes, la renuncia a la violencia y el eficientismo; por eso, recomienda tanto el perdón e invita a volver a empezar una y otra vez (¡hasta setenta veces siete!).

La identificación de Jesús con los que tienen hambre, sed, con los desplazados, con los enfermos, con los prisioneros y todos los necesitados (Mt 25, 34-45), manifiesta hasta dónde llega la misericordia que él encarna. Jesús mismo es, como aquellos con quienes se identifica, víctima de la violencia. Él no recibe misericordia y hasta se pregunta en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). El Hijo fue, sin embargo, escuchado, y su oración fructificó en la Resurrección. Resucitó desde las entrañas misericordiosas del Abba.

Por lo tanto la aplicación que sigue estando vigente hoy es que los pobres, marginados, enfermos y pecadores son los destinatarios privilegiados de la acción y mensaje de Jesús, acción y mensaje que nosotros debemos seguir llevando. En todo caso la pregunta que sigue estando abierta es ¿Cómo? ¿Cómo transmitir a los predilectos del Señor que Abba es un Dios misericordioso y no un Dios juez, un Dios castigador…? ¿Cómo transmitir que la muerte de Cristo tiene sentido? O ¿cómo hablar de Dios amor en medio de tanta catástrofe, crisis económica, atentados, secuestros… en medio de personas que sufren la desesperanza? Supongo que la respuesta es al estilo del buen samaritano, dando testimonio y siendo testigo.


[1] Flp 2, 7-8, tomado de Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao 1999.


Norka C. Risso Espinoza