lunes, 24 de julio de 2017

Acompañar humana y espiritualmente en el final de la vida


Un buen morir, entendido como el proceso humano de cerrar una biografía, requiere la satisfacción de necesidades emocionales y espirituales específicas para evitar, o al menos aliviar, el sufrimiento. Quien acompaña a las personas en ese proceso debe conocer dichas necesidades y capacitarse para satisfacerlas del mejor modo posible. El modo humano de morir de Jesús de Nazaret revela algunas claves importantes para morir con sentido, conjugando la autonomía y la responsabilidad del que muere y la experiencia radical de depender confiadamente de Abba-Dios. Facilitar y compartir esa experiencia es la propuesta cristiana para acompañar a morir.

1.     El morir, proceso humano de salir de la vida.

La muerte evidencia la condición humana finita y pone en crisis la pretendida “absolutez” de lo humano. Olvidarla y esconderla, solo genera problemas, tanto personales, de angustia y desconcierto ante el único acontecimiento cierto que todos vamos a vivir, como sociales, pues olvidando los humanos nuestros límites deformamos la conciencia, no atendemos el sufrimiento que genera y confundimos nuestra posición en el conjunto de la realidad y ante la naturaleza.

Como dice Ruiz de la Peña: “La pregunta sobre la muerte desata en cascada otras cuantas, de forma irreprimible: el sentido de la vida; el significado de la historia; la validez de los imperativos éticos absolutos (justicia, libertad, dignidad...); la dialéctica presente-futuro; la posibilidad y la esperanza y la localización de su sujeto... Pero sobre todo la pregunta sobre la muerte es una variante de la pregunta sobre la singularidad, irrepetibilidad y validez del individuo concreto, que es en definitiva quien la sufre” (Ruiz de la Peña, 1983).

El morir y el morir son dos modos de nombrar el mismo proceso.

“Tanto vale decir que se vive como se desvive” (Ortega y Gasset, 1983, VII, P. 431)

El proceso de morir se inicia con la vida misma, tal y como lo entendieron todos los que practicaron la Meditatio mortis.

Sin embargo el interés de este número de la revista, es el periodo que se inicia cuando hace su aparición una enfermedad incurable que genera un proceso irreversible hacia la muerte.

“La Fase Terminal -o tiempo del morir- es un periodo de la vida humana con características propias por la intensidad y radicalidad de sus vivencias” (Conde y de los Reyes, 2005).

Los criterios de definición de enfermedad avanzada o terminal según la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (Sanz Ortiz, 1993, p. 10) son los siguientes:

  • Presencia de una enfermedad avanzada, progresiva e incurable;
  • Falta de posibilidades razonables de respuesta al tratamiento específico,
  • Presencia de numerosos problemas o síntomas intensos, múltiples, multifactoriales y cambiantes;
  • Gran impacto emocional en el paciente, familia y equipo terapéutico;
  • Pronóstico de vida limitado.


La fase terminal es cada vez más larga. Basándonos en datos del Instituto Nacional de Estadística (Fuente: Defunciones según causa de muerte 2005, tomado de INE 2017). solo 2 de cada 10 personas mueren repentinamente, o como consecuencia de una enfermedad o proceso agudo que se resuelve en menos de una semana. El aumento de los procesos crónicos degenerativos e incapacitantes hacen necesario corregir y revisar al asistencia y las intervenciones que debemos de procurar a las personas al final de la vida, con el objetivo de procurar un buen morir, si es posible, personalizado, es decir, de acuerdo a su propio modo de ser.

La posibilidad real de vivir humanamente el proceso de salir de la vida, depende sobre todo de dos factores: de la situación biológica y biográfica de la persona enferma; y del ambiente concreto que le rodea y los recursos sanitarios, de cuidado y de apoyo emocional y espiritual que se puede proveer a la persona. Cuando estos dos factores se conjugan favorablemente, la fase terminal de una enfermedad puede ser vivida efectivamente, como el “último escenario del crecimiento humano (the final stage of growt)”, en feliz expresión de E. Kübler-Ross.

2. Necesidades emocionales y espirituales al final de la vida.

La situación de enfermedad grave y/o incapacitante, y especialmente la de enfermedad terminal, pueden hacer emerger a la conciencia necesidades latentes concretas que la persona no había percibido como tales anteriormente, e incluso pueden presentarse necesidades nuevas en las diferentes dimensiones de la persona.

Las bases de la terapéutica en cuidados paliativos (SECPAL, 2007) van dirigidas a evitar el sufrimiento de la persona, satisfaciendo las necesidades de manera integral y respetando su identidad y autonomía. Podemos destacar como más significativas:
  • Atención integral, individualizada y continua.
  • Al enfermo y su familia (personas de referencia para el paciente) como objeto de atención.
  • La promoción de la autonomía y dignidad del enfermo.
  • Concepción terapéutica activa y positiva que elimine el sentimiento de impotencia, fracaso y frustración pues siempre hay “algo más que hacer”.
  • Importancia de cuidar el clima de relaciones para que se puedan expresar las preocupaciones, miedos y sentimientos de los enfermos y sus familias en un ambiente de respeto e intimidad.


El Consejo de Europa en su resolución 1418 (Vidal, 1977, p. 242-243) adoptada en junio de 1999 considera los cuidados paliativos como un derecho legal e individual de todos los enfermos terminales o moribundos en todos los estados miembros. Lamentablemente la situación real dista aún mucho de que dicha recomendación sea asumida a pesar de la emergencia reciente de Leyes autonómicas que intentan asegurar una prestación de cuidados paliativos de calidad a las personas enfermas.

Además del desarrollo de un marco legal, que las personas mueran con dignidad supone la realización de una serie de exigencias éticas por parte de toda la sociedad. Coincido con M. Vidal (1977) en considerar las más decisivas las siguientes:

  • Alivio del dolor y prolongación de la vida con medios técnicos proporcionados.
  • Procurar que la muerte sea una acción personal.
  • Organizar el sistema socio-sanitario en clave comunitaria, integrando las ayudas sociales necesarias que posibilite morir acompañado.
  • Favorecer el sentido humano, espiritual y religioso del morir.


Son muchos los documentos eclesiales que consideran fundamental el derecho a morir serenamente con dignidad humana y cristiana Pio XII,  (PIO XII, AAS 49. 1957, 1030-1032: “Si es evidente que la tentativa de reanimación constituye en realidad, para la familia tal peso que no se puede en conciencia imponer, ella puede insistir lícitamente para que el médico interrumpa sus intentos, y el médico puede condescender lícitamente...”; “Pero normalmente uno está obligado a utilizar sólo medios ordinarios … esto es medios que no impliquen graves cargas para uno mismo o para los otros”, SS.CC Para la doctrina de la fe (SS. CC. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, “Declaración sobre la Eutanasia” 1,3, Ecclesia 1990 (1980), 862: “Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir, sin embargo, las curas normales debidas al enfermo en casos similares”) CE Española (Comité Episcopal para la Defensa de la Vida, 1993), CE Inglesa (Iglesia Anglicana y la Conferencia Episcopal de Inglaterra, 1839-1840) y CE Belga (Conferencia Episcopal Belga, 1994, p. 663); Directorio de la Diócesis de San Sebastián, 1996). Podemos desprender de ellos los siguientes criterios en el cuidado al final de la vida de los seres humanos:

  • Existencia de recursos sanitarios y socio-sanitarios suficientes para procurar cuidados paliativos a todas las personas en fase terminal que lo necesiten.
  • Buena praxis y compromiso profesional evitando el “sobretratamiento terapéutico” y tratando adecuadamente los síntomas físicos aunque ello pueda conllevar como doble efecto el acortamiento de la vida.
  • Procurar que la muerte sea una acción personal, facilitando a la persona información veraz, solicitando su participación y consentimiento en las decisiones si es necesario a través de directrices anticipadas.
  • Favorecer el sentido humano y religioso del morir.


Obviamente, determinados procesos de enfermedad y deterioro, afectan directamente a la capacidad autónoma de las personas, lo que impide en muchos casos que estas puedan responsabilizarse de su vivir y morir, o incluso sean conscientes de lo que les ocurre, como en el caso de las demencias. En estos casos la responsabilidad de quienes cuidan y acompañan, será proteger los derechos de la persona enferma, eliminando todo sufrimiento evitable y representándole de acuerdo a sus valores en las decisiones que haya que tomar sobre sus tratamientos y cuidados. Los documentos de voluntades anticipadas o directrices previas, son de gran ayuda para posibilitar una muerte personalizada en que las decisiones sean respetuosas con el modo de ser y los valores de la persona enferma.

En este artículo nos centraremos en el acompañamiento humano y espiritual de las personas capaces, si cuentan con los apoyos necesarios, de vivir con conciencia su enfermedad y su muerte.
    
2.1 Las necesidades emocionales en la persona que muere.
      
La mayoría de las personas dicen desear una muerte inesperada y rápida, “sin darse cuenta” y, a ser posible “sin que los demás se den cuenta” para que puedan olvidarlo lo antes posible. Así, la muerte se ha convertido en el tabú social principal (Díez Ripollés, 2000, p. 195-196).

Esta situación genera en sí una dificultad emocional básica de miedo y rechazo a la muerte en la población general, que predispone negativamente para la integración de la enfermedad terminal en la persona que la sufre y en su familia.

El proceso de morir genera en muchas personas que lo viven una profunda crisis emocional y existencial.

Toda enfermedad grave e incapacitante es vivida por la mayoría de las personas de alguno de estos modos, o varios de ellos, durante el proceso.

  • Es un límite que le impide vivir lo que ha decidido vivir. En este caso la emoción que acontece como reacción a esta experiencia es la rabia o la ira y la persona enferma se muestra enfadada o disgustada.
  • Es una pérdida de aspectos valiosos de su vida como la capacidad de trabajar, la autonomía, la salud, las relaciones sociales, el confort... Ante esta vivencia la emoción que se dispara es la tristeza o melancolía que normalmente se traduce en apatía, falta de expresividad, pérdida de interés y apetito, tendencia al llanto...
  • Es una amenaza de dejar de existir o al menos de dejar de hacerlo “a mi manera”. La amenaza genera miedo que, en algunas ocasiones, puede agudizarse hasta convertirse en ansiedad, angustia, e incluso pánico.


Podríamos decir que las reacciones anteriores son reacciones “sanas” de la persona que se acerca a su muerte, ya que tan adecuado es sentir tristeza ante una pérdida como alegría ante un logro. Sin embargo, no siempre la persona es capaz de soportar el dolor de la pérdida o el miedo ante la amenaza. Sus recursos emocionales conocidos no son suficientes para elaborar los nuevos sentimientos y experiencias. Cuando esa situación se agudiza, la reacción puede ir en un doble sentido:

  • Desconectarse del dolor y las emociones negativas que el mismo provoca, a través de alguno o varios mecanismos de “defensa psicológicos” como la negación, la regresión, etc... tal y como ha sido ampliamente descrito por los modelos de fases en el morir propuestos por diferentes autoras, especialmente por la doctora Kübler-Ross.
  • Ante la situación de nuevas necesidades emocionales y falta de recursos personales entrar en un proceso de impotencia que va derivando en sufrimiento coactivo que invade toda la identidad y la vida de la persona enferma.


Entre las necesidades emocionales que van apareciendo cabe destacar como más frecuentes:

  • Necesidad de reconocimiento de la identidad, pues la experiencia de enfermar le genera confusión respecto a sus características fundamentales y a los referentes vitales que configuran una existencia.
  • Necesidad de arraigo de pertenencia, de estar con aquellos de los que formo parte: grupo de amigos, de trabajo, deportivo, eclesial, familiar...;
  • Necesidad de dar y recibir amor, de sentirse aceptado, acompañado y escuchado.
  • Necesidad de resolver asuntos pendientes para poder evaluar la vida como algo que ha merecido la pena o ha tenido sentido, o simplemente sanar la relación con ella misma o con otra/s persona/s.
  • Necesidad de despedirse, de decir “adiós” y expresar la verdad de sus sentimientos, especialmente de amor y afecto, a las personas significativas de la vida.


2.2 Las necesidades espirituales de la persona que muere.

Actualmente, en el mundo de la asistencia sanitaria, y también fuera de ella, predomina una identificación confusa e inexacta entre lo espiritual, lo religioso, lo cristiano y lo católico.

El sustantivo “espíritu” y su correlativo “espiritual” son hoy términos terriblemente confusos y usados en varios sentidos y dentro de muy diversos contextos.

Con un objetivo clarificador, y aún a riesgo de simplificar y reducir la vivencia de lo humano al final de la vida, podríamos diferenciar en la fase terminal tres tipos de necesidades espirituales:

  • Las necesidades de sentido o significado existencial: responderían a las cuestiones ¿quién soy? ¿por qué y para qué vivir? Y ¿qué puedo esperar?
  • Las necesidades morales que tienen que ver con los fines y valores: responderían a la pregunta ¿qué debo hacer?
  • Las necesidades religiosas o trascendentes: serán distintas en función de cada experiencia y cada confesión religiosa pero podrían ser cualquiera de las anteriores dirigidas a un ser supremo-Dios- en lugar de a la propia realidad: ¿quién soy para Dios? ¿cuál es el sentido de una vida que se acaba desde la fe en el Dios de Jesús de Nazaret?, ¿qué he de hacer para salvar la vida?


3. El acompañamiento al final de la vida. (Bermejo, 2000, p. 153-188).

La palabra acompañamiento deriva de “campaña” que, a su vez, viene de “cum panis”, que significa “compartir el pan”. Su significado tiene relación simbólica con “comer pan juntos” tal y como aparece en el diccionario de uso del español de María Moliner. También se puede definir como “ir con alguien”.

Entre las acepciones del Diccionario de la Real Academia de la Lengua sobre el significado de “acompañar” podíamos fijarnos en dos de ellas: acompañar significa “estar o ir en compañía del otro”, también “participar en los sentimientos del otro” (Departamento de Pastoral de la Salud de la Conferencia Episcopal Española, 2006).

Acompañar requiere por tanto la disposición a vivir la experiencia de morir de la otra persona, y consecuentemente a dejarnos afectar por ella, capacitándonos para vivir el propio morir y el propio vivir.

Cuando el acompañamiento con una persona enferma pretende usar los propios recursos del acompañante, sus actitudes y habilidades personales, para que el otro se “apropie de su morir”, y “muera a su manera”, hablamos de relación de ayuda. Entendemos así la relación de ayuda como:

“Aquella que intenta hacer surgir una mayor apreciación y expresión de los recursos latentes del individuo (en nuestro caso de la persona con enfermedad avanzada) y un uso más funcional de estos” (Rogers, 1986, p. 46).

Las características fundamentales de este tipo de relación son:

  • Es un proceso centrado en la persona, no en su enfermedad, ni en las metas terapéuticas del ayudante o acompañante, sino en su proceso de “apropiarse” de su vida.
  • En el que el ayudante ofrece una relación de auténtico compromiso con ella como medio fundamental para descubrir, identificar y movilizar eficazmente sus propias capacidades y recursos, cara a autocomprender su situación y decidir cómo vivirla.
  • Para lo cual, el “ayudante” requiere un nivel de competencia relacional y emocional que incluye la conjunción de determinados conocimientos, habilidades y actitudes (Marroquín, s.f. p. 14).


Carezco de espacio para desarrollar las actitudes y habilidades o destrezas necesarias para un correcto acompañamiento desde el modelo de la relación de ayuda, pero quiero al menos recordarlas y animar a la formación y la adquisición de las mismas a todos los profesionales y voluntarios que acompañamos a las personas en su morir.

3.1 La triada rogeriana de actitudes comprende:

    La aceptación incondicional o consideración positiva:

“Cuando el cliente experimenta la actitud de aceptación que el terapeuta tiene hacia él, es capaz de asumir y experimentar esa actitud hacia sí mismo. Luego, cuando comienza a aceptarse, respetarse, y amarse a sí mismo, es capaz de experimentar estas actitudes hacia los demás” (Rogers, 1986, p. 146).

El desarrollo de la relación con la persona enferma desde esta actitud se concreta en cuatro aspectos: “Ausencia de juicio moralizante; Acogida incondicional del mundo de los sentimientos de la persona, Consideración positiva de la persona, reconociendo no sólo sus dificultades y limitaciones sino también sus posibilidades y recursos para morir bien; Amabilidad y cordialidad que genere confianza al descubrir, a través del compromiso del ayudante, el propio valor personal.

    La Empatía que como dice Borrell:

“Es la actitud den virtud de la cual una persona hace un esfuerzo cognitivo, afectivo y conductual por captar de la manera más ajustada posible, la experiencia ajena, sus necesidades, los significados que las cosas tienen para ella, sus sentimientos, los valores que la habitan, las dinámicas que actualiza, las expectativas y deseos que le mueven, así como los recursos con los que cuenta. Pero no sólo. La empatía comparta también que la persona del ayudado perciba que está siendo comprendido” (Borrell y Carrió, 1988, p. 12).

    La Autenticidad o congruencia del acompañante o ayudante de modo que es él mismo en la relación, existiendo una coherencia personal entre lo que expresa o muestra, lo que vive y lo que es, en cuanto a su identidad. La coherencia genera confianza y por tanto “verdad”, las personas pueden relacionarse en “verdad” y así ir descubriendo la verdad que son. Relacionarse en verdad supone admitir y aceptar la propia “vulnerabilidad”, y saber expresarla convirtiéndola en un recurso para la relación de ayuda. La parábola del “Sanador herido” propuesta por Nouwen puede ayudarnos en la relación con los enfermos a adoptar esta actitud. (Nouwen 1996).

Las habilidades o destrezas son la forma práctica en que las actitudes se manifiestan en la relación y la comunicación con la persona enferma o sus familiares.

Las habilidades propuestas por C. Rogers y R. Carkhuff, tal como las denomina Bruno Giordani (Giordani, s.f., p. 178-208) son las siguientes: escucha activa, respuesta empática, personalización, confrontación, inmediatez e iniciación.

  • Escucha activa. Es la herramienta fundamental que permite al ayudado convertirse en protagonista de su situación, liberarse de la “carga” de sufrimiento que le coacciona, sentirse reconocido, acogido y acompañado y en esa medida explorar su vivencia de manera confiada.
  • La respuesta empática como el modo, verbal o no verbal, de conseguir que el ayudado se sienta comprendido y así aumente su confianza en la relación.
  • La personalización. Es lo contrario a la generalización y persigue interpretar el significado de la situación vivida para el ayudado. M. Marroquin habla de personalizar el significado, el problema, el sentimiento y el fin (Marroquin, 1991, p. 114-115).
  • La confrontación que consiste en ayudar a la persona a conocer aquellas partes de su experiencia que son para él más difíciles de asumir y comprender;
  • La inmediatez como habilidad de ayudar al enfermo a darse cuenta de lo que está ocurriendo en la relación en cada momento y en cada situación.
  • La iniciación o la invitación o incitación a la acción, a la responsabilidad.


Además de las actitudes comentadas es necesario que el acompañante se “cualifique” para la tarea personalmente, lo que exige:

  • Profundizar en el autoconocimiento personal, para evitar que sean nuestras propias necesidades, en lugar de las de la persona en fase terminal, las que guíen la relación, es especialmente necesario en este caso integrar la propia muerte antes de intentar ayudar a otro a integrarla.
  • Lograr un buen nivel de autocontrol emocional que posibilite convivir con los sentimientos que nos surjan del contacto con el dolor y el sufrimiento ajeno, sin que nos paralicen o bloqueen para la relación.
  • Fomentar la capacidad de observación personal para “darnos cuenta” de nuestros propios límites ante el sufrimiento, manteniendo una distancia adecuada que evite hacernos daño o caer en la incongruencia.
  • Adquirir formación ética para ayudar a la deliberación de los frecuentes conflictos de valores que se presentan al final de la vida. Dicha formación, igual que la formación relacional debe ser teórica y de adquisición de habilidades, en este caso virtudes.


Creo que es de gran interés la propuesta de X. Etxeberria (2004, p. 49-63) en este campo que considera como virtudes fundamentales para las personas que cuidamos y acompañamos al final de la vida aquellas que tienen que ver con el pati, con el sufrir y que son las siguientes: Veracidad, Compasión, Paciencia, y Mansedumbre.

A ellas añadiría yo la discreción pues el compartir la intimidad de la persona enferma nos exige inexcusablemente un compromiso de confidencialidad con ella.

Para satisfacer las necesidades espirituales, junto a las competencias y capacidades pueden ser de gran ayuda establecer algunos objetivos específicos del acompañamiento espiritual que siguiendo la propuesta de Javier Barbero (2000, P. 637-648) pueden ser las siguientes:

  • Localizar aquellos síntomas, situaciones y cuestionamientos espirituales que son percibidos como amenaza y en qué grado.
  • Compensar, eliminar y atenuar en la medida de lo posibles esas situaciones.
  • Detectar y potenciar los recursos espirituales de la persona, individuales o comunitarios.
  • Mejorar o reforzar el estado espiritual de la persona como medida preventiva al sufrimiento espiritual.


4. La muerte de Jesús como modelo humano de vivir el morir.

Jesús de Nazaret es para los cristianos la persona que muestra el modo plenamente humano de vivir. De ahí que sea el modelo de vida para los que en él creemos, también el modelo para vivir humanamente el morir.

La teología cristiana ha reflexionado mucho y muy profundamente sobre la muerte de Jesús en la cruz en su vertiente soteriológica, como el compromiso de amor pleno y definitivo, a través del cual ha irrumpido la salvación de Dios en la historia humana individual y social, pero ¿Cómo vivió Jesús su muerte? ¿Cuál fue su experiencia humana y religiosa?

Parece que los estudios exegéticos desvelan dos rasgos fundamentales de la experiencia de vivir el morir de Jesús de Nazaret:

    La responsabilidad o “apropiación” de la muerte como su última experiencia de crecimiento humano. Jesús muere decidiendo de “acuerdo a su proyecto”, un proyecto construido sobre un valor fundamental que genera la principal obligación moral: “hacer la voluntad de su Padre”.

No es él quien decide morir, ni el modo de morir (injusto e inhumano), pero decide ser coherente consigo mismo y aceptar como consecuencia su propia muerte. Es, creo, más importante la responsabilidad de decidir que la actitud concreta de la aceptación.

Decidir cómo morir, libremente, es lo que hace a la muerte de Jesús propia y digna (Schillebeeckx, 1981, p. 249-290).

    La confianza nacida de su experiencia central configuradora de su identidad: ser hijo amado de Dios-Padre-Abba. Jesús acepta la muerte en cruz confiadamente, es decir, “soltándose de su autonomía personal” para “depender de otro” de quien se fía totalmente en una situación que no puede soportar.

El paso, la clave para pasar de la autonomía a la dependencia, de la responsabilidad a la confianza, está en la experiencia de límite, de “no poder” y en su modo de gestionarla.

Jesús “se da cuenta” de que no puede, de que el sufrimiento físico, emocional y moral le coacciona y es “incapaz” por sus propias fuerzas de llevar adelante la decisión tomada.

En medio de esa experiencia de auténtico sufrimiento (como experiencia de sentirse amenazado, impotente y agotado) se “revuelve” hacia Dios pide, llora, grita confiadamente a un Padre en quien cree. (Theissen y Merz, 200, p. 499-501)

Es desde la conciencia de no poder, donde Jesús encuentra en su propia historia y configuración personal, una experiencia a la que recurrir, una experiencia de dependencia amorosa de Dios-Abba-Padre-Madre y a ella se abandona para morir.

Es probablemente su decisión de depositar su vida en Dios en esa situación límite la que le lleva a profundizar plenamente su experiencia de Hijo; cuentan los textos que los que lo vieron de cerca así lo testimoniaron. “Verdaderamente éste era Hijo de Dios. (Mt 27,54; Mc 15,39; Lc 23,47)

La muerte de Jesús revela la tensión entre la autonomía y la dependencia, que es en el fondo lo que nos define como seres humanos.

“Darse cuenta” de la dependencia en su morir y decidir autónomamente abandonarse en ella confiadamente, es el modo plenamente humano de morir si miramos a Jesús de Nazaret como nuestro modelo de vivir también nuestra muerte, como un acto “personal”.

“Darse cuenta” es una característica propiamente humana. Darse cuenta de las capacidades y también de las limitaciones. Darse cuenta para “dar cuenta” ante una misma y al resto de qué y cómo vivir, también el morir.

La conciencia, en su doble acepción psicológica y moral, es la base de la autonomía humana, de su capacidad para proponerse fines, y dar sentido a la vida convirtiéndola en proyecto personal.

De este modo la vida se convierte en vida “biográfica”, sostenida necesariamente por la vida biológica peor cualitativamente diferente a ésta. Y del mismo modo, la muerte se convierte en muerte biográfica, a mi manera, aunque para serlo exija a cada ser humano quizá un aprendizaje nuevo que difícilmente se puede adquirir en ninguna otra experiencia: aprender a confiar.

Mirando a Jesús de Nazaret como modelo de la vida humana, podemos intuir que morir con dignidad humana supone facilitar que las personas podamos en nuestro morir:

  • Decidir cómo vivimos la muerte
  • “Darnos cuenta” de nuestra experiencia de morir
  • Vivir la muerte como un acto de abandono confiado, personal y libre, de total y absoluta dependencia, de depositar la vida en quien asegura nuestra eternidad.


Es desde este modelo desde el que tienen sentido y coherencia las claves orientativas que expongo ahora, al final de este artículo, para acompañar a morir a las personas posibilitando que su morir no sea una experiencia de fracaso y sufrimiento, sino de confianza.

5. Orientaciones cristianas para el acompañamiento humano y espiritual al final de la vida.

La psicología humanista, la ética deliberativa y la teología cristiana son sin duda disciplinas que realizan grandes aportaciones para vivir bien el morir. Si las ponemos en diálogo podemos:

  • Descubrir su complementariedad y las sinergias generadas para el objetivo de morir humanamente al modo de Jesús;
  • Ponerlas al servicio de la praxis, del acompañar a un ser humano concreto que vive su fase terminal como consecuencia de una situación clínica irreversible o irrecuperable que le conducirá irremediablemente a la muerte;
  • De modo que el proceso de salir de la vida, como el resto de los procesos en que quedan implicadas las dimensiones fundamentales de la persona (física, emocional, social y espiritual) puede ser vivido de modo saludable y no patológico, entendiendo la salud no como bienestar (En contra de la opinión mayoritaria en el ámbito de la sanidad en que la salud es definida, siguiendo criterios de la OMS, como perfecto estado de bienestar físico, psíquico, social y espiritual), sino como “bien-ser”, es decir como la capacidad de ser uno mismo o una misma y de poder vivir y morir de acuerdo con ello.


A modo de conclusión de este artículo, y desde estas perspectivas me atrevo a formular algunas orientaciones o criterios para el acompañamiento al final de la vida:

  1. Las personas que viven en una situación de terminalidad, en virtud de su dignidad, tienen derecho a una asistencia integral de sus necesidades, de manera que se elimine todo sufrimiento evitable y se posibilite una experiencia humana y humanizante.
  2. El proceso de morir es como todo proceso humana una experiencia dinámica de interdependencia, de autonomía y dependencia a la vez, en la que tanto la falta de reconocimiento de la autonomía existente, como la no satisfacción de las necesidades relacionales, generan sufrimiento.
  3. La experiencia de terminalidad supone en muchas personas poner en crisis la propia identidad y reconfigurar el propio proyecto vital, por lo que es frecuente que necesidades que han podido permanecer latentes hasta ese momento, se hacen presentes en la conciencia y reclaman ser satisfechas.
  4. Las necesidades psicosociales (emocionales y sociales) más frecuentes del enfermo terminal son las siguientes. El reconocimiento de la propia identidad, la búsqueda de pertenencia o arraigo, la resolución de asuntos pendientes y la necesidad de cerrar la vida y despedirse. Para satisfacerlas los enfermos necesitan a su lado personas capacitadas para una relación intensa que facilite la apropiación de la persona enferma de su vida, o en su caso, la protección de sus derechos y su dignidad.
  5. Las necesidades espirituales de las personas al final de la vida hacen referencia a su dimensión de sentido y significado, a los valores y principios que sostienen sus decisiones morales y a la experiencia religiosa propiamente dicha como creencia y relación con Dios que normalmente se configura en torno a un credo compartido con un grupo humano organizado. Dichas necesidades deben de ser detectadas y abordadas adecuadamente. Las que aparecen con mayor frecuencia son las necesidades de releer y evaluar la vida, reconciliarse, ser libre, encontrar continuidad y expresar simbólicamente las experiencias fundamentales. Su satisfacción reclama en primer lugar la posibilidad de ser expresadas y respetadas para posteriormente recibir la compañía y los recursos para afrontar los últimos “deberes” de la vida con la realidad propia y ajena, humana y transcendente.
  6. La tarea de acompañamiento humano y pastoral al final de la vida exige un compromiso con la persona y ser “aceptado” como acompañante; debe darse una relación de confianza mutua que permita a la persona enferma mostrarse en libertad y al acompañante participar de su intimidad y privacidad personal.
  7. Es necesario formarse adecuadamente para la relación de ayuda al final de la vida desarrollando las actitudes necesarias y adquiriendo las habilidades, destrezas y virtudes oportunas. 
  8. El acompañamiento a las personas al final de su vida para que mueran de acuerdo a su dignidad de hijos e hijas de Dios, es una obligación de la comunidad cristiana.
  9. La pastoral de la salud se convierte así en una prioridad eclesial para ser fieles a Jesús y a su misión de ofrecer a la humanidad y a cada persona la salud y la salvación plena.
  10. El modo de vivir su muerte Jesús de Nazaret puede ser ofrecido como propuesta “saludable” de vivir el morir.


Podemos descubrir en el proceso de morir de Jesús que aunque su muerte no es buscada, es Él quien decide autónomamente cómo vivirla de acuerdo con la voluntad de su Padre. Pero también podemos encontrar en su experiencia el modo de resolver la crisis provocada por el sufrimiento que genera su morir.

Jesús se “da cuenta” de que no puede llevar adelante su decisión autónoma de aceptar y asentir a su muerte y “recurre” a su experiencia de ser Hijo Amado, experiencia que le ha configurado su identidad, para “soltar” su autonomía y abandonarse confiadamente, depositando su vida en Dios. Contemplando su modo de morir “apropiadamente confiado” también nosotros podemos testimoniar “Era verdaderamente Hijo de Dios” (Mt 27,54; Mc 15,39; Lc 23, 47), su modo de morir es la prueba; luego su resurrección será quien lo certifique asegurando así la plenitud de su vida y la nuestra y la absolutez del ser humano frente a la muerte.

Para los cristianos vivir y morir como Jesús es el mejor modo de “eternizar” la vida; para ello debemos recuperar primero su experiencia de salud, para luego ser testigos de ella junto al que sufre.

Lograr la liberación del sufrimiento en el proceso de morirnos no depende exclusivamente de nuestras capacidades; creemos que contamos con la compañía del Espíritu para lograrlo. ¿Estamos dispuestos a asumir nuestra responsabilidad de intentarlo?

Marije Goikoetxea
En “Labor Hospitalaria”Número 318