jueves, 26 de octubre de 2017

La eutanasia: 'conmorir', convivir


Uno de los temas más debatidos de la bioética es desde hace muchos años el de la eutanasia. Los medios de comunicación lo sacan a colación con frecuencia, diversos movimientos sociales ("Pro-vida", "Derecho a morir dignamente", Iglesias, grupos feministas) se pronuncian a favor o en contra de ella, y también los políticos señalan la posición de sus partidos al respecto. Multiplican sin límite los expertos las diversas especies del género thánatos (muerte) y hablan de "orto-tanasia" (muerte correcta, en el momento adecuado), "caco-tanasia" (mala muerte), "autonomo-tanasia" (muerte elegida por el propio sujeto), "hetero-tanasia" (muerte padecida y no querida) y de un largo etcétera.
Curiosamente, por debajo y por encima de disputas y más allá de las clasificaciones del género "muerte", justo es reconocer que la palabra "eutanasia" es bien hermosa, porque significa a fin de cuentas "buena muerte". ¿Y quién no desea una buena muerte para sus seres queridos y para sí mismo?
Ocurre, sin embargo, que se entiende de diversos modos qué es una muerte buena, porque algunos tienen por buena una muerte en gracia de Dios, otros, una muerte sin dolor, otros, una muerte sin encarnizamiento terapéutico, sin una gran cantidad de aparatos conectados a la persona para prolongar su vida, y así podríamos continuar largo rato ampliando el catálogo de lo que las gentes entienden por una muerte buena.
Tal vez por eso en un excelente suplemento que dedicó a "las metas de la medicina" el 'Hastings Center', uno de los centros más prestigiosos en bioética, señalaban los autores que una de esas metas consiste en ayudar a los pacientes a morir en paz. Sin entrar en la polémica de la ''muerte digna" o de la "muerte buena", se limitaban a consignar lacónicamente los redactores del documento que las personas deseamos morir en paz y el personal sanitario debe ayudar a ello. Pero, ¿qué es morir en paz? Morir en paz es traspasar esa línea sutil que separa la vida de la muerte con serenidad, con sosiego, sin aferrarse con desesperación a la vida biológica, como si la muerte no fuera tan natural como la vida, sin despreciar tampoco la vida como si no mereciera la pena vivirla. Morir en paz es, a poder ser, morir rodeado de aquellos con quienes hemos hecho la vida. Con aquellos a quienes queremos y que nos quieren. Con aquellos con los que hemos querido. Con todos aquellos con los que hemos conjugado las distintas preposiciones del verbo "querer": querer a, ser querido por, querer con.
Naturalmente, este tipo de muerte no está al alcance de todas las fortunas, y nunca mejor dicho, porque puede cabernos en suerte una muerte por accidente, por enfermedad súbita e imprevisible, incluso perder la vida a manos de otro o de otros, a manos del hambre y la miseria. La fortuna o la providencia juegan en éste, como en otros asuntos, un papel innegable en la comedia humana. Lo cual no obsta para que en éste, como en otros asuntos, siga siendo importante intentar preparar en lo posible, en lo que esté en nuestra mano, una muerte en paz. Y no es precisamente este camino de prepararse a morir en paz el que están tomando las sociedades desarrolladas.
En principio, porque intentan con todas sus fuerzas desterrar a la muerte de la vida cotidiana, condenarla al exilio, fuera de hogares, recluirla en los hospitales y en los tanatorios para que no asome su desagradable rostro en el día a día de la existencia. Pasando al extremo contrario de la medieval meditatio mortis, intentan vivir las sociedades avanzadas como si no hubiera muerte, como si sencillamente un buen día las personas emprendieran un largo viaje y nadie preguntara ya adónde han ido, aun sabiendo que no van a regresar.
Y, sin embargo, tan natural es la muerte como la vida, tan parte de la existencia como la alegría y el sufrimiento, como el amanecer y la noche. Por eso, importa ir preparando también una muerte en paz para todos y cada uno de los seres humanos, sin obsesiones macabras, sino con la naturalidad de lo inevitable.
Conviene para eso ir recordando que la muerte humana, la de los seres humanos, no se dice en sustantivo, sino en infinitivo verbal, que es un proceso -el "morir"- por el que vamos traspasando ese umbral sin retorno, solos, o con otros.
Morir solo es apercibirse de que la propia existencia a nadie importa, de que la propia muerte a nadie daña, porque no se ha vivido con nadie ni para nadie. Morir con otros, conmorir, es un largo proceso. Es ir sintiendo que la vida se nos escapa, cuando se nos van muriendo aquéllos que son ya parte nuestra porque los hemos con-vivido, hemos vivido con ellos.
"No es sólo que he venido muriéndome -se dolía Miguel de Unamuno en Niebla- es que se han ido muriendo, se me han muerto, los que me hacían y me soñaban mejor".
Y completaba rotundo Miguel Hernández en su Elegía a Ramón Sijé: "En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como el rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería".
Morir con otros a lo largo de la vida, no morir solo, exige haber ido conjugando con ellos todas las preposiciones del verbo "querer".
Adela Cortina 

Vida Nueva n. 2212 (Diciembre 1999)

La respuesta


Escucho los sonidos a mi alrededor
lo mejor que puedo, para prepararme
a escuchar el evangelio.

Ahora oigo cómo Jesús me dice
algunas de las frases
que ya dijo en los evangelios.
Dice, por ejemplo:
«¿Quién dices tú que soy yo?».

Pero no respondo inmediatamente.
Dejo que las palabras suenen y resuenen
En mis oídos por algún tiempo…
observando cómo reacciona
mi corazón ante ellas.

Y sólo cuando ya no puedo contenerme más.
reacciono efectivamente,
con una simple palabra…
o con el silencio…

Y hago lo mismo con otras frases del evangelio:

«¿Me amas?».

«Ven, sígueme».

«Tanto tiempo como llevo contigo,
¿y aún no me conoces?».

«¿Crees?
Todo es posible para el que cree».


Anthony de Mello

sábado, 21 de octubre de 2017

Catequesis y personas con discapacidad

La Iglesia no puede ser “afónica” o “desentonada”
en la defensa y promoción de las personas con discapacidad


Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra encontraros sobre todo porque en estos días habéis abordado un tema de gran importancia para la vida de la Iglesia en su obra de evangelización y formación cristiana: Catequesis y personas con discapacidad. Gracias a Mons. Fisichella por su presentación, al dicasterio que preside por su servicio y a todos vosotros por la labor en este campo.
Conocemos los progresos alcanzados en las últimas décadas frente a la discapacidad. La creciente toma de conciencia de la dignidad de cada persona, especialmente de los más débiles, ha llevado a tomar posiciones valientes de inclusión de aquellos que viven con diversas formas de discapacidad, para que nadie se sienta extraño en su propia casa. Y sin embargo, a nivel cultural todavía hay manifestaciones que hieren la dignidad de estas personas por la prevalencia de una falsa concepción de la vida. Una visión a menudo narcisista y utilitaria lleva, por desgracia, a algunos a considerar marginales las personas con discapacidad, sin percibir en ellas su múltiple riqueza espiritual y humana. Todavía es demasiado fuerte en la mentalidad común la actitud de rechazo de esta condición, como si impidiera ser felices y realizarse a sí mismos. Prueba de ello es la tendencia eugenésica de suprimir a los nonatos que tienen alguna forma de imperfección. De hecho, todos conocemos a tantas personas que, con su fragilidad, incluso grave, han encontrado, aunque con fatiga, el camino de una vida buena y rica en significado. Por otro lado, también conocemos personas aparentemente perfectas y desesperadas. Además, es un engaño peligroso pensar que somos invulnerables. Como decía una chica que conocí en mi reciente viaje a Colombia, la vulnerabilidad pertenece a la esencia del ser humano.
La respuesta es el amor: no el falso, melindroso y pietista, sino el verdadero, concreto y respetuoso. En la medida en que se es acogido y amado, incluido en la comunidad y acompañado para mirar hacia el futuro en confianza, se desarrolla el verdadero camino de la vida y se experimenta una felicidad duradera. Esto, – lo sabemos -, se aplica a todos, pero las personas más frágiles son como una prueba. La fe es una gran compañera de vida cuando nos permite sentir en primera persona la presencia de un Padre que nunca deja solas a sus criaturas en ninguna condición de su vida. La Iglesia no puede ser “afónica” o “desentonada” en la defensa y promoción de las personas con discapacidad. Su proximidad a las familias las ayuda a superar la soledad en que a menudo corren el peligro de terminar por falta de atención y apoyo. Esto es aún más cierto por la responsabilidad que tiene en la generación y en la formación en la vida cristiana. A la comunidad no pueden faltarle las palabras y especialmente los gestos para encontrar y acoger a las personas con discapacidad. Especialmente la liturgia dominical tendrá que saber cómo incluirlas, porque el encuentro con el Señor resucitado y con la comunidad misma puede ser fuente de esperanza y de valor en el camino, no fácil, de la vida.
La catequesis, en particular, está llamada a descubrir y experimentar formas coherentes para que cada persona, con sus dones, sus limitaciones y sus discapacidades, incluso graves, pueda encontrar en su camino a Jesús y abandonarse a Él con fe. Ningún límite físico o psíquico puede ser un impedimento para este encuentro, porque el rostro de Cristo brilla en lo íntimo de cada persona. Tengamos también cuidado, especialmente nosotros los ministros, de la gracia de Cristo, para no caer en el error neo-pelagiano de no reconocer la necesidad de la fuerza de la gracia que viene de los sacramentos de la iniciación cristiana. Aprendamos a superar el malestar y el miedo que veces se pueden sentir frente a las personas con discapacidad. Aprendamos a buscar e incluso a “inventar” con inteligencia herramientas adecuadas para que a nadie le falte el apoyo de la gracia. Formemos – ¡en primer lugar con el ejemplo! – catequistas cada vez más capaces de acompañar a estas personas para que crezcan en la fe y den su contribución genuina y original a la vida de la Iglesia. Por último, espero que en la comunidad las personas con discapacidad puedan ser cada vez más sus propios catequistas, también con su testimonio, para transmitir la fe  de manera más efectiva.

Gracias por vuestro trabajo de estos días y por vuestro servicio en la Iglesia. ¡Nuestra Señora os acompañe! Os bendigo de corazón y os pido, por favor, que no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.

Congreso Catequesis y personas con discapacidad
Discurso del Papa Francisco
Sala Clementina, 21 de octubre de 2017

miércoles, 18 de octubre de 2017

Catequesis del Papa sobre la esperanza cristiana ante la muerte


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera poner en contraste la esperanza cristiana con la realidad de la muerte, una realidad que nuestra civilización moderna tiende cada vez más a cancelar. Tanto que, cuando la muerte llega, a quien nos está cerca o a nosotros mismos, no nos encontramos preparados, privados incluso de un “alfabeto” adecuado para esbozar palabras de sentido en relación a su misterio, que de todos modos permanece. Y sin embargo los primeros signos de civilización humana han transitado justamente a través de este enigma. Podríamos decir que el hombre ha nacido con el culto a los muertos.
Otras civilizaciones, antes de la nuestra, han tenido la valentía de mirarla en la cara. Era un acontecimiento narrado por los viejos a las nuevas generaciones, como una realidad ineludible que obligaba al hombre a vivir para algo de absoluto. Recita el salmo 90: «Enséñanos a calcular nuestros años, para que nuestro corazón alcance la sabiduría» (v. 12). Contar los propios días es como el corazón se hace sabio. Palabras que nos conducen a un sano realismo, expulsando el delirio de omnipotencia. ¿Qué somos nosotros? Somos «casi nada», dice otro salmo (Cfr. 88,48); nuestros días transcurren velozmente: si viviéramos incluso cien años, al final nos parecerá que todo haya sido un soplo. ¡He escuchado tantas veces a los ancianos decir: “La vida se me ha pasado como un soplo”!
Así la muerte pone al desnudo nuestra vida. Nos hace descubrir que nuestros actos de orgullo, de ira y de odio eran vanidad: pura vanidad. Nos damos cuenta con tristeza de no haber amado lo suficiente y de no haber buscado lo que era esencial. Y, por el contrario, vemos lo que hemos sembrado verdaderamente bueno: los afectos por los cuales nos hemos sacrificado, y que ahora nos sujetan la mano.
Jesús ha iluminado el misterio de nuestra muerte. Con su comportamiento, nos autoriza a sentirnos dolidos cuando una persona querida se va. Él se conmovió «profundamente» ante la tumba de su amigo Lázaro, y «lloró» (Jn 11,35). En esta actitud, sentimos a Jesús muy cerca, nuestro hermano. Él lloró por su amigo Lázaro.
Y entonces Jesús pide al Padre, fuente de la vida, y ordena a Lázaro salir del sepulcro. Y así sucede. La esperanza cristiana recurre a esta actitud que Jesús asume contra la muerte humana: si ella está presente en la creación, pero ella es un signo que desfigura el diseño de amor de Dios, y el Salvador quiere sanarla.
En otro pasaje los evangelios narran de un padre que tenía una hija muy enferma, y se dirige con fe a Jesús para que la salve (Cfr. Mc 5,21-24.35-43). No existe una figura más conmovedora que aquella de un padre o de una madre con un hijo enfermo. Y enseguida Jesús se dirige con aquel hombre, que se llamaba Jairo. En cierto momento llega alguien de la casa de Jairo y le dice que la niña está muerta, y no hay más necesidad de molestar al Maestro. Pero Jesús dice a Jairo: «No temas, basta que creas» (Mc 5,36). Jesús sabe que este hombre está tentado de reaccionar con rabia y desesperación, porque ha muerto la niña, y le pide custodiar la pequeña llama que está encendida en su corazón: fe. “¡No temas, sólo ten fe!”. “¡No tengas miedo, continúa solamente teniendo encendida esa llama!” Y después, llegados a la casa, despierta a la niña de la muerte y la restituirá viva a sus seres queridos.
Jesús nos pone sobre esta “cima” de la fe. A Marta que llora por la desaparición del hermano Lázaro presenta la luz de un dogma: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?». (Jn 11,25-26). Es lo que Jesús repite a cada uno de nosotros, cada vez que la muerte viene a arrancar el tejido de la vida y de los afectos. Toda nuestra existencia se juega aquí, entre el lado de la fe y el precipicio del miedo. “Yo no soy la muerte, dice Jesús, yo soy la resurrección y la vida, ¿crees tú esto?, ¿crees tú esto?” Nosotros, que hoy estamos aquí en la Plaza, ¿creemos en esto?
Somos todos pequeños e indefensos ante el misterio de la muerte. ¡Pero, que gracia si en ese momento custodiamos en el corazón la llama de la fe! Jesús nos tomará de la mano, como tomó de la mano a la hija de Jairo, y repetirá todavía una vez: “Talitá kum”, “¡Niña, levántate!” (Mc 5,41). Lo dirá a nosotros, a cada uno de nosotros: “¡Levántate, resurge!” Yo les invito, ahora, a cerrar los ojos y a pensar en aquel momento: de nuestra muerte. Cada uno de nosotros piense en su propia muerte, y se imagine ese momento que llegará, cuando Jesús nos tomará de la mano y nos dirá: “Ven, ven conmigo, levántate”. Ahí terminará la esperanza y será la realidad, la realidad de la vida. Piensen bien: Jesús mismo vendrá a cada uno de nosotros y nos tomará de la mano, con su ternura, su humildad, su amor. Y cada uno repita en su corazón la palabra de Jesús: “¡Levántate, ven. Levántate, ven. Levántate, resurge!”

Esta es nuestra esperanza ante la muerte. Para quién cree, es una puerta que se abre completamente; para quién duda es un resquicio de luz que filtra de una puerta que no se ha cerrado del todo. Pero para todos nosotros será una gracia, cuando esta luz, del encuentro con Jesús, nos iluminará. Gracias.