Hoy 20 enero, recordamos la Conversión de San Juan de
Dios. La conversión se inició en Granada, escuchando al Maestro Juan de Ávila.
Desde ese momento inicia un nuevo camino, un camino de HOSPITALIDAD, de servicio
y acogida a los enfermos y necesitados.
«Horno ardiente de
caridad es el corazón de Juan de Dios. Su vida está revelando a las claras el
ardentísimo amor de Dios que arde en su pecho. Pero hay una hora en su vida en
que este divino fuego se avivó en tal medida que abrasa su hermoso corazón.
Hora memorable, de trascendencia imponderable fue aquella del día de san
Sebastián, cuando el librero de Granada asiste con devota religiosidad a los
solemnes cultos con que la Iglesia honraba la memoria y virtudes del ilustre
Mártir Romano; hora de gracia, cuando oyendo la divina palabra caldeada en el
celo encendido del Maestro Ávila, un rayo de luz celestial alumbra su alma y se
enciende su corazón en las llamas de amor que el Espíritu Santo aviva.
La voz del predicador era un tubo de oro por donde el
Divino Espíritu se comunicaba a los oyentes y los encendía en el fuego de la
divina caridad. Juan oía la palabra y se encendía el corazón. La palabra del
apóstol, cada vez más vibrante y encendida, acaba por agitar la llama, y el
corazón rompe en un volcán de amor de Dios, gritando: «Misericordia, Señor,
misericordia».
Las manifestaciones de amor son muchas y en su frenesí
no repara medios; grita en el templo; golpea su pecho; se arroja al suelo;
abofetea su rostro; y entre tanto suspira por aquel amor misericordioso que
redimió al mundo del pecado. Juan quiere amar a su Dios cuanto es amable.
El amor hace locuras para granjearse el cariño del
amado. Juan de Dios sale por las calles haciendo mil demostraciones de locura
porque su corazón ansioso de amar más y más a Dios no halla medio más eficaz
para demostrarlo. Solo él conoce qué género de locura es aquella; la
muchedumbre lo ignora, por eso saliendo a su encuentro lo toma y encierra en el
Hospital. Pero, ni el ardor se templa con las humillaciones; ni se enfría con
los desprecios; ni es capaz su pecho de represar aquellas fuertes avenidas de
amor de Dios y desprecio de sí mismo.
El espíritu de Dios se ha comunicado a Juan y todas
las señales del divino espíritu se notan en él: elevación del alma, moción y
enternecimiento, heridas del corazón, desarraigo y destrucción de vicios,
crecimiento y arraigo de virtudes, celestial rocío de devoción, encendimiento
de caridad, allegamiento a Dios del alma y de todas las facultades. El
pastorcillo de Oropesa es ya un apóstol.
Juan de Dios mirando de hito en hito a Jesucristo,
enamorándose de Él, encendiéndose en el fuego de su Corazón es el cuadro que
falta por dibujar. En él ha de resaltar la comunicación de amor de Jesús que le
convierte en el Apóstol de la caridad y en Fundador de la Orden del amor por
excelencia.
El amor con todas sus delicadezas y exquisiteces, con
todas sus valentías y heroísmo es,
en adelante, quien informa toda la conducta
de Juan de Dios. Su vida es de caridad sin límites y todo cuanto emprende va
movido por ella. Se ve tan penetrado de caridad que parece su esencia misma;
ver a Juan es ver la caridad viva. Cuantas hazañas virtuosas realiza en su
vida, más que otra virtud resalta el amor divino: si sufre injurias, si obedece
a sus directores, si ayuna con rigor y macera su cuerpo, lo mismo que si llena
el hospital de pobres y toma sobre sus hombros el alivio de ellos, si hace
oración, si trabaja, en vida y en muerte, el amor de Jesús es el que
visiblemente campea. ¿Y cómo así? Amor y Juan son como fuego y ascua. El fuego
consume al ascua y el ascua alienta al fuego. El amor abrasa a Juan y Juan da
vida al amor en su corazón endiosado. Como la esposa atrae todo el amor por
la fuerza de conquista que ha obtenido
sobre el corazón de su esposo, la divina caridad con quien Juan de Dios se ha
desposado atrae completamente su alma; de aquí se sigue una total
transformación de Juan de Dios; porque siendo Dios la caridad, según el sagrado
texto, “Deus Caritas est”, Dios es Caridad, y siendo la caridad de Juan, Dios
es de Juan y Juan es totalmente de Dios.»[1]
San Juan de Dios, escribía en la Primera Carta a la
Duquesa de Sesa: «Si considerásemos lo grande que es la misericordia de Dios,
nunca dejaríamos de hacer el bien mientras pudiésemos; pues al dar nosotros,
por su amor, a los pobres, lo que de Él mismo hemos recibido, nos promete el
ciento por uno en la bienaventuranza. ¡Oh estupendo lucro y ganancia! ¿Quién no
querrá dar lo que tiene a este bendito mercader? No hay para nosotros trato tan
ventajoso. Por eso nos ruega, con los brazos abiertos, que nos convirtamos y
lloremos nuestros pecados, y que hagamos caridad, primero a nuestras almas y
después a los prójimos, porque como el
agua apaga el fuego, así la caridad borra el pecado» Estas mismas palabras nos
podrían servir hoy a cada uno de nosotros para vivir el Jubileo de la
Misericordia.
Si recordamos nuestro compromiso bautismal y nuestra
vida cristiana no tenemos otro modelo ni medida que Jesucristo servidor y
evangelizador de los pobres, el que nos muestra con su vida el corazón de Dios.
Para Juan de Dios nuestra vida cristiana tiene sentido y es coherente si
imitamos a Jesucristo servidor y evangelizador de los pobres, siendo fiel
reflejo del amor entrañable y misericordioso del Padre.
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