viernes, 2 de agosto de 2013

Acompáñeme hasta la frontera

Después de tanto tiempo ingresado en nuestro hospital Manuel ya era de casa. Cuán cierto es que "Un hermano puede no ser un amigo pero un amigo siempre es un hermano': y con el amigo Manuel todos nos sentíamos hermanados por el cariño que le teníamos y por carecer de familia de sangre. Él sabía que nunca le faltaba la visita diaria del capellán. No sé si por su carácter o por la enfermedad, nuestro amigo y hermano Manuel era reservado, de pocas palabras, y éstas, superficiales. Por eso me sorprendió aquella mañana cuando me dijo:

- Tiene prisa, padre?
- Ninguna, todo mi tiempo es tuyo.
- Pues siéntese aquí... Voy emprender un viaje. Le quiero a mi lado.

Manuel hacía tiempo que estaba sentenciado a muerte por una enfermedad que cada día le iba dejando más chupadito. Pronto percibo que el enfermo es consciente de su situación terminal. Acerco la silla a su cama y le digo:

- Qué, ¿te vas a tu tierra?
- No, más lejos. Y le quiero pedir un favor.
- ¿Qué quieres, Manuel? ¿Por qué quieres que te acompañe hasta la frontera?
- Porque al otro lado ya sé quién me espera.
- ¿Y quién te espera, Manuel?
- El Cristo del Cachorro y la Macarena (era de Sevilla).

Se hizo silencio y añado:

– Manuel, yo no sé quién de los dos cruzaremos primero esa frontera, pero si eres tú te doy mi palabra de estar a tu lado.

Luego me quedé sin palabras.

Aquel día no me moví de su lado toda la mañana pues presentía que mi presencia era sacramental. Quizás lo único que necesitaba y, ciertamente, lo que único que me pedía.

Recuerdo que una Auxiliar de Enfermería me trajo algo de comer y, a eso de las 18hs, tras un leve suspiro, se acercó hasta la frontera. Quise hacer uso del Ritual Sacramental pero se me cayó de las manos. De nuevo, aprieto fuerte sus manos entre las mías y rezo:

- "Cristo bendito del Cachorro, Virgen de la Macarena, ahí os va Manuel... lo dejo en vuestras manos”

Esto ocurría en la segunda planta del hospital. Instintivamente bajo a la capilla situada un piso más abajo pero allí me sentía como fuera de sitio. Donde el Señor me quería no era allí sino al lado de Manuel, en la habitación 217, un lugar sagrado. En aquel momento me parecía estar en el Calvario y que Cristo acababa de morir en mis brazos. Si la envidia es pecado, que Dios me perdone pero la fe de Manuel, en el momento de su muerte, me resultaba santamente envidiable.

Durante mis 30 años de capellán en el hospital he visto morir mucha gente pero a muy pocas con tanta paz y con una fe tan profunda.



Edelmiro Ulloa, 
Vivencias y actividades de un capellán, 
Lugo 2013

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