Estamos en una cultura que cada vez se
aleja más y acepta peor cualquier tipo de sufrimiento; parece que muchas veces
no caemos en la cuenta que no se puede tener un arco iris sin un poco de
lluvia; y por eso, porque huimos de todo lo que implique sufrimiento las
manifestaciones excesivas de dolor ante la muerte no tienen cabida en las
ceremonias comunitarias.
Hoy, la enfermedad, el sufrimiento, el
envejecimiento o cualquier tipo de vulnerabilidad se viven como un fracaso, nos
decepciona, no nos ayuda a mirar en positivo y nos hace cuestionarnos hasta la
propia existencia. Por tanto, tampoco se acepta la muerte, que para algunos es
el más grande e inexorable fracaso y,
como no se puede evitar, se lleva en silencio, lo mejor no hablar de ello, como
si no existiera, sin ceremonias que trasciendan de lo privado, pasa a ser un
tema tabú. Sin embargo, en el ámbito individual, el dolor, la pena, el duelo
son similares e incluso más intensos que en épocas anteriores, precisamente
porque no se puede compartir. El dolor se vive en la intimidad, e incluso el
hacer excesivas manifestaciones de dolor se considera como exageraciones. Y
decimos que estamos bien, cuando en realidad lo que estamos necesitando es un
abrazo de esos que dicen yo sé que no estás bien.
Antiguamente la ‘buena muerte’ era la
que llegaba poco a poco, la que daba tiempo para reconciliarse con Dios y con
el prójimo, la familia, los amigos, los compañeros de batallas. Sin embargo, la
‘mala muerte’ era la muerte repentina, la que había venido a hurtadillas y
segado la vida sin que el moribundo hubiera tenido tiempo de poner en orden su
vida espiritual, familiar, social y humana en general. Hoy en día, los
conceptos han cambiado y la muerte deseada es la muerte repentina, por aquello
de “que sea sin sufrimiento”, si no me entero mejor, pero porque muchas veces a
lo que tenemos miedo es también al dolor que no se puede controlar. Y también
probablemente por la falta de contenido de nuestras vidas, vivimos cada vez más
individualistamente, hasta las familias están cambiando, y pensamos y sentimos
que no necesitamos reconciliarnos con nada ni con nadie.
La muerte de hoy es con frecuencia la
muerte en soledad, no solo interiormente, sino también exteriormente, parece
que tenemos que salir de esta vida por la puerta de atrás, sin que nos vean.
Pues, lo cierto es que cuando nos toca pasar por ese trance esto nos parece
trágico, incluso conceptuamos la soledad
como un sufrimiento añadido muy importante, pero muchas personas, esto no lo
experimentan hasta que no lo viven en carnes propias, porque se han pasado la
vida huyendo de la muerte y de todo lo que ello implica, no han vivido ningún
tipo de duelo y no aprenden a ir viviendo su vida para vivir la muerte.. Por
eso, no nos imaginamos una muerte buena como una muerte en paz espiritual sin dolores
que no se puedan controlar y, sobre todo, rodeados de nuestros seres queridos,
que en ese momento nos aportan cariño y consuelo, que en ese momento nos dan la
mano y nos ayudan a dar el salto hacia los brazos del Padre.
Cuando el tiempo de la partida es
inminente (2Tim 4,6), y, aparentemente, no resta si no aguardar la muerte, el
anciano enfermo es la figura de una plenitud que ni siquiera el deterioro
progresivo anula. «No habrá jamás... viejo que no llene sus días» (Is
65, 20). El final de la vida puede estar lleno de recuerdos y de nostalgias, y
también de agradecimiento; de experiencias y de sabiduría, de desasosiego y de
serena confianza; de soledad sufrida, por impuesta, y de soledad fecunda. Es el
tiempo de volver a Dios con amor, con las manos abiertas y el corazón
agradecido y engrandecido por la vida que hemos vivido; pero esto no lo sabemos
porque nunca hemos querido aproximarnos a este “mundillo”, creyendo que nunca
nos tocará, y huyendo de nuestra carrera hacia la meta, hacemos que esta sea
una carrera de constantes obstáculos, en la que no nos despedimos de los que
queremos, en la que nos angustia el dejar muchas cosas pendientes, en la que
somos incapaces de expresar sentimientos, en la que no hemos aprendido a desear
la soledad, en la que jamás podremos expresar el nunc dimittis, también
conocido como el cántico de Simeón; pues, aún estamos a tiempo, de poder
expresar todo esto en positivo, y dar gracias por la vida.
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