Hoy, 10 de septiembre, Día Mundial para la Prevención del Suicidio, se fomentan en todo el mundo compromisos y medidas prácticas para prevenir los suicidios. Cada día hay en promedio casi 3000 personas que ponen fin a su vida, y al menos 20 personas intentan suicidarse por cada una que lo consigue. Por eso quiero compartir con vosotros estas reflexiones:
Sentir y manifestar nuestro dolor por la pérdida de un ser
querido, parece lógico; pero, cuando el ser cercano que se nos ha ido, lo ha
hecho por propia voluntad, quitándose él mismo la vida, nuestra pobrecita lógica
a veces se tambalea.
Quienes pasan por esta prueba se ven zarandeados de una
parte, por una especie de acusación soterrada del entorno, y de otra, por un
sentimiento de culpabilidad a discutir entre el muerto y sus cercanos.
El duelo por este tipo de muertes es mucho más difícil de
encajar por diversas razones:
- Parte de una muerte trágica; es decir, sin ese tiempo de preparación que proporciona la enfermedad. Nadie pudo dar el último adiós.
- No olvidemos lo ya apuntado: el tremendo sentimiento de culpabilidad que les queda muchas veces a los suyos: “¿Qué te hemos hechos?” “¿Qué te faltó?” “¿Tan mal te estábamos tratando?” “¿Por qué lo has hechos?” Padres, cónyuges, hermanos, amigos, todos se vuelven locos dando vueltas en su pensamiento a posibles razones, situaciones y detalles previos a ese acontecimiento. Y lo malo es que en la mayoría de los casos no encuentran respuesta.
- También es frecuente que aparezca el rencor contra el difunto. Su decisión ha como desnudado a la familia y sus entornos. Todos se ven como llevados a juicio popular en busca del culpable. La fama familiar se resquebraja. Y ello añade dolor sobre dolor, a la vez que casi imposibilita los sentimientos positivos de dolor que comporta todo duelo.
- No faltan tampoco los padres de un hijo que adoptó esta decisión a quienes sacude la angustia ante la posibilidad de que algún otro de sus hijos haga lo mismo.
- Por otro lado, puede suceder también que el suicida llevase tiempo en una vida de tan de vicio, de extorsiones y hasta peligrosidad social, que su muerte haya traído, no sólo la paz a su entorno, sino hasta a sus seres más queridos. A una madre que muestre sus remordimientos por esa paz reencontrada tras la muerte de un hijo así, sólo debemos tratar de convencerla de lo normal que es su reacción. Debemos convencerla de que un verdadero amor materno es perfectamente compatible con esa paz que experimenta al final de tanto sobresalto y disgusto.
Es interesante observar que la Biblia no hace comentarios buenos o malos sobre
estas acciones, y que tampoco hace mención de que es lo que sucedió
posteriormente con sus almas. El primer pensamiento errado que encontramos
en muchas personas es: un suicida, al tomar el poder de Dios en sus propias
manos, comete un pecado que lo lleva al infierno. Pero no encontramos ni un
pasaje bíblico que afirme claramente esta conclusión. Al contrario, un
pensamiento movido por el amor considera que el suicidio es un acto propio de
una persona, que movida por la desesperación es un dato que sólo Dios conoce.
Sé que los suicidas no tienen dominio sobre su propia voluntad, la depresión
los lleva a anular la conciencia plena de sí y el razonamiento lúcido, por lo
cual el suicidio no es un acto libre ya que desean acabar con el sufrimiento
que padecen. Y sólo Dios sabe qué hacer con un hijo o una hija que ha atentado
contra su propia vida. En ese terreno no nos podemos entrometer.
Por fin, pese a todas estas dificultades que la muerte por
suicidio añade a la normal, animamos a quienes pasen por estas circunstancias a
homologar hasta donde sea posible su reacción y decisiones a tomas con la de
las muertes habituales: entierro, funerales, y, sobre todo, oración, más
oración que nunca; pero una plegaria dirigida al Señor por quien se fue, y por
los que quedamos. Nuestra misma Iglesia, que en otro tiempo excluía del
camposanto a estas personas, los admite hace tiempo como sus hijos del “doble
amor”.
Hay pocas citas en la Biblia que nos hablan del suicidio; en
todo el libro se mencionan sólo siete personas que cometieron suicidio:
Abimelec (Jueces 9, 50-57), Sansón (Jueces 16, 28-31), Saúl (1 Samuel 31, 1-6),
el escudero de Saúl (1 Samuel 31, 1-6), Ahitofel (2 Samuel 15, 12-34; 16,
15-23; 17, 1-23), Zimri (1 Reyes 16, 8-20) y Judas Iscariote (Mateo 27, 1-8).
aunque la más conocida es la de Judas, que habiendo traicionado a Jesús, se fue
y se colgó.
Respecto del catecismo en su número 2283 encontramos que no
se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado
muerte. Dios puede haberles facilitado por vías que él solo conoce la ocasión
de un arrepentimiento saludable. La Iglesia ora por las personas que han
atentado contra su vida. Este es el acto más sublime ante esta situación. Y
orar no sólo es pedir, sino confiar en su misericordia. Es esperar con humildad
que Dios deje actuar al infinito amor que habita en él. Y entrar en oración da
serenidad.
Jesús siempre transmitió el rostro misericordioso del Padre,
dando hospitalidad hasta en el momento de su suplicio en la cruz: a quienes lo
crucificaban, a la madre y al discípulo, al ladrón...
Transmitamos siempre nosotros el verdadero rostro del Padre
que el Hijo anunció y defendió a capa y espada. Dejémonos escandalizar por la
misericordia divina que rompe nuestra lógica. Que nuestro acompañamiento a
quienes se encuentran con un suicidio en su familia sea: sincero, prudente,
oportuno, clarificador, como lo haría Jesús. Para acompañar especialmente
el duelo de los familiares de las personas que se han suicidado, hay que
revestirse de sentimientos de amor.
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