¡Cómo la recuerdo! Estaba en
la habitación 504 de mi querido hospital. Era de muy buena familia, una santa.
Viuda y todo sacó adelante a sus cuatro hijos varones como cuatro soles. Mas el
amor entre los hermanos falleció con la muerte de su padre. Y todo por culpa
del maldito dinero. La herencia paterna abrió un abismo entre ellos.
A la madre, la señora
Carolina, nadie se lo dijo pero ella sabía que era llegada su hora y no quería
partir de este mundo dejando un infierno en casa. Pero había que esperar la
"última hora" para la reconciliación familiar.
Cuando el médico me dice
"Edelmiro, avisa a los hijos, que esto se acaba", llamo primero a un
hijo, luego a otro y a otro. Y cuando Dios me lo dio a entender los reúno a
todos y les digo; "Mamá se nos va y lleva una pena muy honda en su alma;
de vosotros depende el quitarla. Vamos, entrad". Y entraron, mejor dicho,
entramos. Dos hijos a cada lado y yo a los pies de la cama. Ella, ya no pudo hablar
pero, juntando las manos, hizo un gesto de reconciliación. ¡Qué bien la entendieron!
El hijo mayor tira de su cartera y reparte un fajo de billetes para luego fundirse
en un abrazo de hermanos en torno a la cama de la madre. Y lloramos, ¡claro que
lloramos! La madre cerró sus ojos dibujando en su rostro una sonrisa de paz. Se
fue aquella misma tarde.
Era a finales de diciembre;
la recuerdo como mi mejor Navidad. Mamá Carolina había hecho el milagro: el
amor nacía otra vez en la tierra. ¡Gloria a Dios y Paz a los hombres...!
Luego dimos sepultura a su
cuerpo en el Campo santo y su alma voló al cielo donde le esperaba Dios con
otro abrazo. ¡Misión cumplida!
A los pocos días me llaman
para celebrar la fiesta del retorno de los hijos pródigos a la casa materna...
Ya sentados a la mesa les digo: “Chicos: sois formidables. ¡Enhorabuena! Cuando
le llevaba la Sagrada Comunión a vuestra madre intuía una honda pena en su
alma, la pena de no veros hermanados. Ahora que estáis reconciliados brindemos
como hermanos.”
Alzamos la copa y brindamos.
Saltaron de nuevo las lágrimas y sonaron los abrazos en aquella comida de
fiesta y hermandad. Lágrimas de pena por la madre que se fue, y lágrimas de
alegría por los hijos que retornan a casa.
Muchas veces había meditado
la parábola de hijo pródigo pero nunca la había visto así de encarnada. Se
encendió una luz en mi alma y comprendí como nunca el Sacramento de la
Reconciliación.
Edelmiro Ulloa
Vivencias y actividades de un capellán
Lugo 2013
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