Después de tanto
tiempo ingresado en nuestro hospital Manuel ya era de casa. Cuán cierto es que "Un hermano
puede no
ser
un amigo pero un amigo siempre es un hermano': y con el amigo
Manuel todos nos sentíamos hermanados por el cariño que le teníamos y por
carecer de familia de sangre. Él sabía que nunca le faltaba la visita diaria
del capellán. No sé si por su carácter o por la enfermedad, nuestro amigo y hermano
Manuel era reservado, de pocas palabras, y éstas, superficiales. Por eso me sorprendió
aquella mañana cuando me dijo:
- Tiene prisa,
padre?
- Ninguna, todo mi
tiempo es tuyo.
- Pues siéntese
aquí... Voy emprender un viaje. Le quiero a mi lado.
Manuel hacía
tiempo que estaba sentenciado a muerte por una enfermedad que cada día le iba
dejando más chupadito. Pronto percibo que el enfermo es consciente de su situación
terminal. Acerco la silla a su cama y le digo:
- Qué, ¿te vas a
tu tierra?
- No, más lejos.
Y le quiero pedir un favor.
- ¿Qué quieres,
Manuel? ¿Por qué quieres que te acompañe hasta la frontera?
- Porque al otro
lado ya sé quién me espera.
- ¿Y quién te
espera, Manuel?
- El Cristo del
Cachorro y la Macarena (era de Sevilla).
Se hizo silencio y
añado:
– Manuel, yo no
sé quién de los dos cruzaremos primero esa frontera, pero si eres tú te doy mi
palabra de estar a tu lado.
Luego me quedé sin
palabras.
Aquel día no me
moví de su lado toda la mañana pues presentía que mi presencia era sacramental.
Quizás lo único que necesitaba y, ciertamente, lo que único que me pedía.
Recuerdo que una
Auxiliar de Enfermería me trajo algo de comer y, a eso de las 18hs, tras un
leve suspiro, se acercó hasta la frontera. Quise hacer uso del Ritual Sacramental
pero se me cayó de las manos. De nuevo, aprieto fuerte sus manos entre las mías
y rezo:
- "Cristo
bendito del Cachorro, Virgen de la Macarena, ahí os va Manuel... lo dejo en vuestras
manos”
Esto ocurría en la
segunda planta del hospital. Instintivamente bajo a la capilla situada un piso
más abajo pero allí me sentía como fuera de sitio. Donde el Señor me quería no
era allí sino al lado de Manuel, en la habitación 217, un lugar sagrado. En aquel
momento me parecía estar en el Calvario y que Cristo acababa de morir en mis brazos.
Si la envidia es pecado, que Dios me perdone pero la fe de Manuel, en el momento
de su muerte, me resultaba santamente envidiable.
Durante mis 30
años de capellán en el hospital he visto morir mucha gente pero a muy pocas con
tanta paz y con una fe tan profunda.
Edelmiro
Ulloa,
Vivencias y actividades de un capellán,
Lugo 2013
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