Este es el título que Mariola López Villanueva da al último
apartado de la ponencia pronunciada el 21 de marzo de 2015 en las XIX Jornadas
Nacionales de PROSAC celebradas en Málaga, y que tituló ‘La mirada de Jesús al enfermo’:
Hay unos relatos en el Evangelio que tendríamos que mirar
más detenidamente y son aquellos en los que Jesús se muestra muy humano, más de
lo que a veces nos atrevemos a mostrarnos nosotros. Nos cuenta Juan en el
capítulo 11 que ante la enfermedad y la muerte de Lázaro "Jesús rompió a
llorar" (Jn 11, 35). Nos hace bien ver a Jesús vulnerable, afectado,
dejándose conmover y mostrándolo. Me viene el relato de un médico, Ángel García
Forcada, él cuenta:
"Mi paciente
sufría un cáncer de lengua y en sucesivas intervenciones quirúrgicas perdió
lengua, mandíbulas y mejillas. Ya muy al final, cuando no podía hablar, nos
comunicábamos por escrito. Recuerdo cuando lo visité tras haber contraído yo
matrimonio. Él pidió un papel y escribió: 'doctor, veo un anillo en su mano,
parece que se ha casado, le felicito'... Aquel hombre con una sonda en la nariz
y un goteo continuo de morfina, fue capaz de salir de sí mismo e interesarse
por mí, por mi reciente matrimonio. Salí de su cuarto, fui al despacho y rompí
a llorar".
Cuando Jesús se emociona y llora junto a María por la
pérdida de su hermano, él también aprende que compartir la vulnerabilidad nos
hace bien, hay un vínculo que se teje ahí que no se anuda en ningún otro lado.
Son como bendiciones disfrazadas que sólo se reconocen después que se viven.
Una mujer muy sencilla de Gran Canaria me contaba:
"Conocí a una mujer africana inmigrante que venía a Cáritas a la
parroquia. Por entonces yo había perdido a mi hermano con el que vivía, y ella
lo estaba pasando muy mal, no nos entendíamos por la lengua, pero allí
estábamos las dos... y un día lloramos juntas. Al tiempo ella me dijo, cuando
pudo buscar a alguien que le tradujera: "me han dado mucho desde que
llegué a Canarias, pero eres la primera persona que ha llorado conmigo".
Realmente necesitamos y nos humaniza compartir esos momentos.
Hace unos años vi el documental Las Alas de la vida sobre la
vida de Carlos Cristo, un médico al cual le diagnosticaron una enfermedad
terminal y no se me ha olvidado algo que él comentaba: "Con lo que a mí me
gustaba cuidar otros cuerpos y cuánto me costó el primer día que tuve que dejar
que otro me desnudara y me bañara..."
Volvamos a la escena de Betania. En muchos lugares Jesús iba
a dar: dar su tiempo, su cariño, su presencia sanadora... En Betania junto a
Marta, María y Lázaro él también se muestra necesitado de recibir. En ese
equilibrio que necesitamos para que la vida fluya de una manera saludable.
Betania, casa del pobre, simboliza un lugar de nutrientes,
de alimento en sentido amplio: afecto, distensión, sensibilidad, cuidados,
atención, presencia y ternura. Para Jesús, Betania es un lugar de intimidad y
de descubrimientos. Buscará en casa de estas mujeres ser recibido, en ese
anhelo tan humano de compañía, hospitalidad, y contacto.
Nos relata Juan en el capítulo 11 que cuando Marta tiene que
soportar y enfrentar la enfermedad de su hermano, va a ser para ella un momento
de verdad consigo misma y con Aquel que le estaba enseñando a vivir. Ahora se
sitúa al lado de María, y mandan juntas un mensaje a Jesús; no es una petición
explícita pero sí conlleva una confianza honda en las posibilidades del amor:
"Señor, tu amigo está enfermo". No le dicen nuestro hermano, porque
quieren vincularlo a él, "aquel a quien tú amas está enfermo" (Jn 11,
3). Es una oración preciosa para hacer de nuestra parte.
"Jesús rompió a llorar"... y "los judíos
comentaban: – ¡Cómo lo quería! (Jn 11, 35ss). Es como si algo se rompiera en él,
nunca lo habíamos visto tan afectado. Jesús muestra su vulnerabilidad y va a
abrazar la pérdida de Lázaro hasta el fondo: "Profundamente emocionado, se
acercó más al sepulcro" (Jn 11,38) y allí oró: "Padre te doy gracias
porque me has escuchado" (In 11, 41). En un momento de dolor es capaz de
mostrar gratitud.
Cuando la piedra es removida Jesús le dice: ¡Lázaro sal
fuera! (In 11,43). Él llama a su amigo y sus palabras de amistad van dentro de
la cueva a levantarlo. La palabra de amistad de Jesús nos alcanza incluso en lo
que está necrosado en nosotros. Para que Lázaro recobre la salud necesitará
volver a ponerse ante otro rostro, sentirse llamado y querido. Un enfermo me
contaba: "en mi enfermedad muchas personas me han ayudado y acompañado y
por ellas se me ha revelado el rostro de Dios". Al tratar de ayudar a los
demás, también nosotros somos ayudados. A lo mejor esa es la manera como Dios
nos ayuda.
Quiero concluir compartiendo una historia que viví y que
recogí por escrito: «Sanar la mirada» (M. López Villanueva, Mirar por otros. Historias de sabiduría y sanación. Sal Terrae 2011):
“La otra tarde me senté una plaza, a mi alrededor algunos
ancianos, madres con niños y en un banco cercano un chico que me miraba
demasiado fijamente. Saqué mi cuaderno y me puse a escribir cosas que quería
retener. De vez en cuando levantaba los ojos y allí estaba él, observándome sin
mover pestaña. Entonces decidí no volver a mirar, por esos pequeños miedos que
de repente nos entran ante los desconocidos. No habían pasado ni diez minutos
cuando él se levantó y se acercó hacia mí pidiéndome permiso para sentarse a mi
lado.
Fue entonces cuando me di cuenta de que a pesar de su
aspecto masculino y de su corte de pelo, no era un hombre sino una mujer. Me
pidió un trozo de papel y un bolígrafo y se los presté, la vi escribir su
número de móvil y me entregó una nota donde con letra grande decía: "Aquí
tienes una nueva amiga. Tu María".
De pronto, el temor dio paso a una dulzura amable ante
aquella mujer herida en busca de compañía. Me conmovió que firmara "tu
María", ¡qué necesidad de pertenencia tenemos todos¡ pensé. De ser para
alguien, de importar a alguien, de pertenecer a alguien. Me habló de su madre y
de un bar que conocía, yo la escuché siguiéndola, regalándole unos minutos de
confianza y de cariño. Diciendo que si podía la llamaría aunque sabía que no
iba a hacerlo, era por ver emerger una sonrisa en su rostro. Y sus ojos idos y
melancólicos se cubrieron de luz. Sentí que ella también me embellecía a mí:
"Te vi sola y tan bonita...", me dijo. Al despedirla le tendí la mano
y ella me pidió un beso que también me devolvió. Fueron sólo unos minutos,
probablemente no la vuelva a encontrar, tenía signos de dolor y de locura en su
cara, pero en aquellos instantes sólo era una mujer herida buscando un rostro
donde poderse mirar.
Me viene el recuerdo de María ante el relato de hoy. No fue
un "milagro" lo que curó al leproso, a no ser que al afecto, la
ternura y la compasión por el otro lo llamemos así. Al leproso lo curó que
Jesús lo mirara, reparara en lo que le decía y lo tocara. Sobre todo que posara
sus manos buenas sobre su piel herida y sobre su vida marginada. El toque
sanador de Dios a través de las manos de Jesús fue lo que devolvió a aquel
hombre su dignidad y su belleza. ¡Y qué necesitados estamos todos de toques
así!
María me tocó aquella tarde al regalarme su compañía y su atención, ella
me curó mis ojos ciegos y mi estrecho amor".
Ella me dio a mí más de lo que yo pude darle a ella. En este
intercambio de dar y recibir que es nuestra vida, sois especialmente enviados
de parte de Jesús a continuar su ministerio de sanación. "Los envío a
proclamar el Reino y a sanar enfermedades..." (Lc 9, 2) con seguridad
vosotros sois aquellos que siguen sus pasos más de cerca. Jesús no escribió, ni
dio conferencias, ni hizo grandes cosas en sus tres años... pero sí es seguro y
patente su vínculo con los enfermos y el lugar que en ese viaje de su vida
eligió junto a ellos. Vuestro ministerio precisa de la oración porque
necesitáis recibiros cada día de esa mirada buena de Jesús para poder ofrecerla
a través de vuestros ojos y vuestras manos.
Os habéis preguntado alguna vez ¿Por qué envía Jesús a los
discípulos de dos en dos? Para poder darnos la mano uno al otro cuando caemos...
y para brindar, porque es algo que no podemos hacer solos; para continuar
celebrando la vida que crece adentro más allá de toda adversidad.
Mariola López
Villanueva
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