Érase una vez un eremita plenamente dedicado, como todo
eremita, a la oración y a la penitencia, en la soledad y en el silencio. Pero se
quejaba a menudo de que tenía demasiadas cosas que hacer. Hasta que uno de
quienes lo frecuentaban habitualmente le preguntó dónde estaba todo ese trabajo
en una vida regulada y esencial como la suya. Y respondió: “Tengo que
domesticar a dos halcones, amaestrar a dos águilas, mantener quietos a dos
conejos, vigilar a una serpiente, cargar a un asno y dominar a un león”. Pero ¿dónde
estaban todos esos animales? Nadie los veía cerca de la cueva donde vivía el
santo eremita. Entonces explicó: “Estos animales viven dentro de cada uno de
nosotros. Los dos halcones, por ejemplo, se lanzan dentro de mí sobre todo
aquello que se les presenta, bueno o malo. Tengo que domesticarlos para se
lancen solamente sobre las presas adecuadas. Son mis OJOS. Las dos águilas
hieren y desgarran con sus garras. Tengo que amaestrarlas para que aprendan a
servir y ayuden sin herir. Son mis MANOS. Los conejos quieren ir por todas
partes, huir de los demás y evitar las dificultades. Debo enseñarles a estarse
quietos incluso cuando tienen que afrontar un sufrimiento, un problema o algo
que no agrada. Son mis PIES. Lo más difícil es vigilar a una serpiente, aun
cuando esté encerrada en una jaula con treinta y dos barrotes.
Fuente: ‘Hemos perdido nuestros sentidos? En busca de la
sensibilidad creyente’ de Amedeo Cencini. Pag. 211-212
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