«La atención
es la virtud por excelencia. Por eso el silencio es el gran desafío»
Entrevista a Pablo d’Ors
Alfonso Armada
Sacerdote y escritor, «entusiasta
melancólico», el autor de la «Biografía del silencio» cree que cuando estamos
atentos sabemos que vivimos
Su «Biografía del
silencio» lleva vendidos 20.000 ejemplares y está a punto de ser traducido al
italiano. Es capellán en el Ramón y Cajal, donde asiste a los moribundos.
Sopesa en silencio cada pregunta, pero una vez comprendida se lanza con claridad
y precisión a responder, escandiendo las palabras de forma impecable, casi
como si fueran versos de un poema que escribe en el aire, versos que tuviera
muy pensados, pero que no por ello dejan de estar muy vivos.
Hablamos con Pablo
d’Ors (Madrid, 1963) en su casa del madrileño barrio de Tetuán. Una casa-torre
que hubiera agradado a Montaigne: santuario y biblioteca, capilla y
reducto, espacio acogedor y lugar donde entregarse a la meditación. El silencio
era tan extraordinario aquel primer domingo de agosto que parecía como si el
mundo hubiera cristalizado en torno a nosotros. No había viento. No hacía
calor. Las nubes, escasas, parecían haberse también detenido sobre el cielo de
una ciudad poblada por tal vez cuatro millones de almas de las que casi no
sabemos nada. Para escuchar. Un arte que practica este singular sacerdote y
escritor, autor de libros que es difícil abandonar una vez que se entra en
ellos: desde «El estreno» a «El amigo del desierto», desde «Andanzas del
impresor Zollinger» a «El olvido de sí». No es raro por lo tanto que confiese
mirando a los ojos que para él «la atención es la virtud por excelencia».
— ¿Cuál es el estado
general de su ánimo en este momento?
— Yo soy un
entusiasta melancólico, y ese es en general mi estado de ánimo: el entusiasmo y
la melancolía.
— Al inicio de su
«Biografía del silencio» estampa un poema de Simone Weil, uno de cuyos versos
reza: «Hay verdadero deseo cuando hay esfuerzo de atención», y en los primeros
compases, en la página 13: «como diría Simone Weil, no hay arma más eficaz que
la atención». ¿Por qué? ¿Cómo de eficaz es ese arma?
— Es la virtud por
excelencia, para mí la atención es la virtud por excelencia. Creo que igual que
cuando somos niños nos enseñan a ejercitar la memoria, deberían también ayudarnos
a ejercitar la atención. Porque la atención es la manera de estar presentes al
presente, a lo que sucede. Cuando estamos atentos, sabemos que vivimos;
cuando estamos despistados o sin atención, no sabemos dónde estamos, ni lo que
hacemos, ni lo que hemos hecho. Mi fascinación por la virtud de la atención
ha ido creciendo estos últimos años. En este momento de mi vida se ha
convertido en algo primordial. La atención es tanto como ser consciente, y yo
lo pondría en la jerarquía de virtudes como la número uno.
— ¿Cuándo descubrió a
Simone Weil?
— La leí hace
muchísimos años, cuando estudiaba filosofía, pero realmente ha sido en esta
última década cuando la he leído más a fondo, porque es ahora cuando he tenido
un interés más fuerte por la dimensión mística de la vida. Ella, a mi modo de
ver, es una de las figuras emblemáticas no solamente del feminismo, que eso es
obvio, sino de la espiritualidad en el siglo XX. Es un icono extraordinario,
porque no solamente tiene un pensamiento originalísimo, inclasificable, inédito
en la historia del pensamiento y de la literatura, sino que su propia vida es
paradigmática. Es una mujer que no se parece a nadie. La gente que me interesa
más es la gente que no se parece a nadie, porque ¿con quién puedes comparar
a Simone Weil? ¿Con quién puedes comparar a Charles de Foucauld o a Gandhi?
Y ¿por qué me interesa la gente que no se puede comparar con nadie? Porque han
hecho la aventura de ser ellos mismos. No se ajustan a ningún patrón, sino que hacen
una cosa muy rara, que es escucharse a sí mismos. Y una cosa todavía más rara,
que es obedecerse a sí mismos. Y una cosa que es el colmo: convertir esa
obediencia y esa escucha en estilo de vida. Eso es, precisamente, lo que
hace que la biografía de Simone Weil sea maravillosa.
— ¿Por qué es tan
difícil quedarse en silencio, quedarse a solas con uno mismo?
— Porque el silencio
es un espejo de lo que somos, y lo que somos no nos gusta. Por eso huimos de
ello. Esta es la principal dificultad del silencio, o de la práctica del silenciamiento,
podríamos decir. Estamos en una sociedad, en un mundo, en el que cada vez hay
más ruido, más dispersión, más incapacidad de concentración o de atención, como
decíamos antes. Por eso el silencio se ha convertido en el principal desafío. Cuando
uno empieza a practicar la meditación, lo primero con que se encuentra son las
inquietudes corporales, lo segundo son las distracciones mentales, y lo tercero
las heridas del alma. Tanto las inquietudes, como las distracciones, como
las heridas nos ponen progresivamente más y más nerviosos, y de ahí que huyamos
del silencio.
— ¿Qué clase de
sacerdote es usted? [Ante algunas preguntas, como esta, Pablo d’Ors esboza, en
completo silencio, una sonrisa, que se le dibuja primero en los labios, después
en los ojos. Piensa y un instante, y habla]
— Pues soy un
pontífice, es decir, un hombre que tiende puentes. Así he entendido mi
sacerdocio desde que era muy joven. Yo me ordené a los 27 años, y así lo sigo
entendiendo hoy, incluso diría que cada vez más. Puente entre el mundo y
Dios, entre la Iglesia y la sociedad, entre el arte y la religión, el
cristianismo y el budismo, y hasta entre la vida y la muerte, puesto que
trabajo en un hospital como capellán de enfermos, y me toca ser partero a la
vida eterna. Estar en esa frontera, en esa mediación, es lo que siento como
mi vocación más profunda.
— ¿Y qué clase de
escritor?
— Yo era un hombre
enamorado de la palabra y ahora, supongo que por la madurez, soy un hombre
enamorado del silencio, la palabra y la acción. Porque creo que las tres son
importantes, y las tres definen a la persona. Un hombre logrado sería aquel que
trabaja y da lo mejor de sí en estos ámbitos, en la palabra, el silencio y la
acción. Yo me defino como un escritor cómico, místico y erótico. Pueden parecer
cosas contradictorias, pero no lo son en absoluto, sino que van completamente
ligadas. Mis temas son siempre el cuerpo y el alma, y si esto se puede
afrontar de una manera lírica y cómica, pues tanto mejor. Lírica porque abre
paisajes a la capacidad de ensoñar y de imaginar de los lectores, y cómica
porque yo creo que el humor es la manera más elegante de ser humilde, y
porque en un mundo tan grave como el nuestro, la ligereza es casi no solamente
una virtud sino una necesidad.
— ¿De qué tenemos tanto
miedo?
— En parte he
respondido antes cuando he dicho de nosotros mismos. Tenemos miedo de nuestras
sombras, de nuestra oscuridad, que está ahí. Porque el hombre no es
solamente verdad, belleza y bien, como nos gustaría ser, sino que somos también
codicia, ambición y vanidad: codicia en el tener, ambición en el poder y
vanidad en el aparecer. Esas sombras, que también nos constituyen, nos dan
miedo. Pero la aventura humana consiste justamente en redimir esas sombras.
Redimir, que es una palabra genuinamente cristiana, significa cambiarlas de
signo. Sin dejar de ser negativas, pierden su veneno y sirven para
construirnos. De este modo, lo que se presenta como una adversidad se convierte
en una oportunidad de crecimiento. Esas sombras, y esto es lo que se trabaja en
la meditación, pueden ser ocasión de realización humana. Es más, son el camino.
Amor y dolor no son cosas distintas y opuestas, sino que son las dos caras de
la misma moneda.
— ¿Cuánto daño ha hecho
y sigue haciendo el amor romántico en nuestro mundo occidental?
— Pues mucho, mucho
daño. Quizás sea el último mito restante en Occidente: pensar que la pareja va
a darnos la felicidad. Creo que es un error buscar la felicidad, y ello
porque la solemos identificar con el bienestar. Lo que más bien deberíamos
buscar –al menos, es lo que yo busco– es la plenitud, que es distinto, y
que significa vivir intensamente aquello que te toca vivir. El amor romántico
significa proyectar en alguien tu realización personal. No debe uno proyectar
en nadie ni en nada la realización personal, sino solamente en sí mismo. El
otro, la pareja, sería alguien con quien compartir esa búsqueda o esa entrega,
pero no, ciertamente, aquel que te va a colmar esa expectativa.
— Después de todo el
tiempo que lleva meditando, ¿se conoce de verdad a sí mismo, conoce su
conciencia mejor que la palma de su mano?
— [Suspira, antes de
decir] Cuanto más medito, más misterioso me parezco. Esa es la verdad. Incluso
podría decir, menos me conozco. Pero menos nervioso me pone ese
desconocimiento, es decir, mejor convivo con ese misterio que soy. Yo creo que
meditar es entrar en la nube del no saber, y que ese no saber no nos inquiete,
sino que aprendamos a convivir en él de manera serena.
— Dice que «vivir es
transformarse en lo que uno es». ¿Cuándo se sabe que uno se ha transformado en
lo que es?
— ¿Cuándo sabe un
manzano que es un manzano? Cuando da manzanas y alimenta a la gente que está a
su alrededor. ¿Cuándo sabes que tu vida está siendo lo que tiene que ser?
Cuando estás cumpliendo aquello para lo que has venido. Cuando das frutos y la
gente come de esos frutos y es feliz porque les has dado de comer.
— ¿Qué reforma considera
más urgente para la sociedad española?
— [Vuelve a suspirar,
con algo que parece impaciencia, y tal vez lo sea] Pues quizá la educación. Yo
creo que no está bien planteada desde la base. Seguimos pensando que la
educación es fundamentalmente algo intelectual, amueblar una cabeza, pero el
ser humano no es solamente mente; también es cuerpo y también es espíritu. Toda
formación debería ser integral, haciéndose cargo de lo que el ser humano es.
Evidentemente que yo utilizo una antropología cristiana, pero creo que otras
muchas antropologías de otra índole compartirían esta visión.
— ¿Qué libros han dejado
una huella más honda en su formación intelectual y sentimental?
— «El peregrino
ruso», que es un anónimo ruso; los «Diarios», de Kafka; «La broma», de Milan
Kundera… ¿Sigo diciendo? «Tentación», de Janos Szekely, un húngaro que fue
guionista de Lubitsch; «El sobrino de Wittgenstein», de Thomas Bernhard; «El
libro del desasosiego», de Fernando Pessoa; «Los ojos del hermano eterno», de
Stefan Zweig… ¿Sigo? «Stoner», de John Williams, lo leí hace un año y medio, y
me pareció el mejor libro que he leído en muchísimo tiempo; «El canto del
pájaro», de Anthony de Mello; «La montaña mágica», de Thomas Mann; las
«Conversaciones con Goethe», de Eckermann… Creo que es suficiente.
— ¿Qué aprendió de su
etapa de misión en Honduras?
— Fue una época muy
feliz, y lo que me ha dejado es la conciencia del privilegio que supone haber
nacido en un país como el nuestro, y la importancia de no olvidar nunca que hay
tres cuartas partes de la humanidad que no tienen lo necesario para vivir. Yo
creo que uno puede optar por vivir entre los pobres o decidir no vivir entre
los pobres, pero nunca debe olvidar que hay pobres en el mundo.
— ¿Qué le dice la
teología de la liberación?
— En el seminario en
el que yo estudié se respetaba mucho la teología de la liberación y
estudiábamos a los teólogos de la liberación. Me produce un enorme respeto. Yo
no me defino como un teólogo de la liberación, pero los he leído, los he
estudiado, y creo que han hecho una aportación extraordinaria a la Iglesia.
— ¿Quiénes son y qué
buscan los Amigos del desierto?
— A raíz de la recepción
extraordinaria que ha tenido el libro «Biografía del silencio», he ido
recibiendo en este último año y medio muchos correos de personas de todo tipo,
buscadores, pidiéndome que acompañara o les enseñara a meditar. Llegó un
momento en que me sentí tan desbordado con todas esas demandas –porque
prácticamente todos los días recibo correos de este tipo– que entonces, junto
con un grupo de seis o siete amigos con los que comparto esta sensibilidad
acerca de la importancia de la meditación y de la contemplación (yo los utilizo
como sinónimos, puesto que meditación viene del latín, «meditatio», que
significa «peregrinar hacia el centro»; y contemplación también viene del
latín, «contemplatio», que significa «estar en el templo», así que para los
creyentes nuestro centro es un templo), decidimos acompañar a cuantas personas
quisieran en su peregrinaje hacia su propio centro. Fue así como nació la idea
de crear una asociación, que ya está formalizada y que se llama Amigos del
Desierto. Lo que hacemos es ofrecer retiros de iniciación, fundamentalmente en
la práctica del silencio; también un día de práctica semanal aquí, en Madrid.
Amigos del Desierto es una asociación que nace con la voluntad de profundizar y
difundir la práctica del silencio y de la meditación.
— ¿Hasta qué punto el
dibujo que va conformando su vida se parece al que soñó cuando empezó a tomar
conciencia de que la vida iba en serio?
— La verdad es que la
vida es mucho mejor que nuestros sueños. Esa es la verdad. Yo he sido muy
soñador, pero ahora creo que soy una persona profundamente realista, aunque
seguramente habrá más de uno que se carcajee si escucha esto. Creo que la
verdadera espiritualidad te conduce a la realidad, te mete de lleno en este
mundo. Si te saca de este mundo no es verdadera espiritualidad, es
ideología, o es idealismo, o es otra cosa. Yo creo que mi vida me está
conduciendo a puertos mucho más hermosos de los que yo había soñado,
francamente.
— Parece que su
entendimiento, por decirlo amablemente, con el cardenal Rouco Varela no era muy
fluido. ¿Qué sintió ante la llegada del Papa Francisco?
— Sentí una gran
alegría. En el instante en que fue elegido Papa Francisco I, yo estaba llegando
a la ciudad de Piacenza, donde iba a dar una conferencia. Justo cuando llamé a
la puerta de la casa de mi anfitrión, el Papa estaba saliendo al balcón del
Vaticano. Cuando se me abrió la puerta, se me dio la bienvenida como si yo
fuese el propio Papa. Fue una manera muy bonita de vivir esto. A medida que ha
ido pasando el tiempo, esta ilusión inicial se ha ido confirmando en que había
fundamento para ello.
— ¿Qué reformas de la
Iglesia le parecen más necesarias y urgentes?
—El papel de la mujer
en la Iglesia, el diálogo interreligioso, la presencia en el mundo de la
pobreza, entre los más desfavorecidos, y luego yo diría –aunque esto es difícil
de formular– algo así como un recuperar lo más genuino del cristianismo, que es
Cristo mismo: una recuperación del Jesús histórico y de los Evangelios. Para
España, en concreto, yo soñaría con una normalización de los cristianos en la
vida pública, que no sea políticamente incorrecto definirse como cristiano, y
que ser sacerdote no suponga tener una existencia marginal.
— ¿En qué consiste el
encargo que le ha hecho el Papa?
— El cargo es
consejero del Consejo Pontificio de Cultura, y por tanto estaré a las órdenes
del cardenal Ravasi, que es el presidente de ese consejo. La misión en concreto
consiste en escribir una serie de informes cuando me los vayan pidiendo –ya me
han pedido alguno– sobre problemas que tienen que ver con la relación
Iglesia-mundo. Ellos quieren opiniones de personas que de alguna manera tenemos
nuestra identidad cristiana muy clara pero que al mismo tiempo estamos muy
insertos en la realidad de este mundo.
— ¿Es posible vivir una
vida buena sin ningún Dios, una vida que termina radicalmente con la muerte?
— Por supuesto que
hay que gente que no es creyente y que vive una vida muy buena. Yo no creo que
sea necesario formalizar religiosamente tu cosmovisión para ser una buena
persona. No creo que la fe en Dios te ahorre dificultades, aunque sí que te las
redimensiona. En el hospital en que trabajo como capellán veo morir a muchas
personas, por ejemplo. La mayoría, por mi condición sacerdotal, son creyentes
que me han llamado para que les atienda en sus últimos momentos, o para que
rece el responso una vez que han fallecido. No veo morir a los cristianos, en
principio, con mayor serenidad que a los no cristianos.
— Juan Carlos Onetti se
sirve del chivo expiatorio «que tiene toda sociedad convencional que desprecia
al artista y al creador de ficción». ¿Para qué sirven los artistas? ¿Para qué
sirve la literatura?
— El arte, igual que
el amor, o igual que la religión, no son actividades útiles, sino actividades
gratuitas; no se rigen desde la utilidad o lo pragmático, sino desde la
gratuidad. Sirven, entre comillas, para recordarnos que nuestra vida no se
reduce a lo útil o lo pragmático, sino que tiene una dimensión más profunda o
más esencial, una dimensión que solamente el amor, el arte y la religión son
capaces de recoger.
— ¿Comparte el dictum
presocrático de que «carácter es destino»?
— Lo comparto mucho.
Creo que llevamos escrito lo que podemos ser en nuestro temperamento y
carácter, pero también es verdad que hay auténtica posibilidad de transformación
y de cambio, aunque siempre dentro de unas coordenadas. Me han preguntado,
sobre todo en relación con la escritura, hasta qué punto uno nace o se hace.
Creo que no hay alternativa. Que nacemos y nos hacemos.
— ¿Qué han hecho, han
dejado de hacer y deberían hacer los periódicos para elevar el tono intelectual
y moral de España?
— [Suspira de nuevo]
Es una pregunta muy difícil, ¿no? Yo creo que sí tenemos en este momento en
España personas con capacidad intelectual para abrir horizontes nuevos, por lo
que sería fundamental contar con estas personas. Eso sería lo primero que se
debería hacer. Quizás también tener siempre un ojo atento para no caer en la
frivolidad, que suele ser una pendiente por la que nos deslizamos con
facilidad.
— En el primer cuento de
«El estreno», el dedicado a Thomas Bernhard, escribe que tanto el narrador como
el novelista adoptan al final el silencio como «la única de las éticas». ¿Es un
anticipo de la «Biografía del silencio»?
— Nunca lo había
visto así, pero es bonito verlo así. Creo que hay momentos para hablar y
momentos para callar, y generalmente cuanto más sabio eres, más callas. Veo mi
obra mucho más coherente y armónica de lo que a un lector despistado le pudiera
parecer. Aunque haya en mi producción libros más sarcásticos o más maliciosos,
libros más benévolos o más tiernos, o libros más profundos, no deja de existir
una coherencia interna muy grande. Si ahora relaciona el primero con el
penúltimo, me gusta.
— En el segundo, el
dedicado a Kundera y a Grass, se lee que lo más hermoso y nefasto del siglo XX
ha venido de Alemania. ¿Cómo le influyeron sus años de formación en Viena y
Praga?
— Ha sido muy
determinante todo lo centroeuropeo y lo germánico para mí. Primero porque vengo
de una familia con antepasados alemanes por parte de madre, luego porque
estudié en el Colegio Alemán siendo niño, y luego porque efectivamente durante
dos años viví en Praga y en Viena. Como hay escritores que para su experiencia
iniciática se van a París, yo me fui a Viena y a Praga. Esos años –yo tenía 31,
32– fueron para mí mi bautismo de fuego en la literatura.
— En el cuento dedicado
a Fernando Pessoa, titulado de forma reveladora «El monje secular», dice de él
que «piensa mientras escribe, escribe para pensar». ¿Es su caso?
— Sí, yo a veces he
afirmado que no pienso con la cabeza sino con la mano. No escribo lo que
pienso, sino que escribo para saber qué es lo que he pensado, lo que estoy
pensando. Creo que eso es lo propio del escritor, que la escritura se
convierte para él en un arte de revelación, no simplemente de comunicación. Y
por eso es una aventura y es estimulante. Si uno ya sabe lo que va a
escribir es muy aburrido transcribirlo, uno escribe para descubrirlo y para,
descubriéndolo, darte cuenta de que eres mucho más sabio de lo que creías.
— En ese mismo relato
escribe: «Ya tenía ganas Fernando de que el pasado concluyese para poder
recordarlo, porque sabía, como todo escritor sabe, que la memoria del gozo es
infinitamente superior a la vulgaridad del gozo mismo. Porque recordar el gozo
era revivirlo sin sus límites». ¿Le pasaba eso al autor? ¿Le sigue pasando
después de haber aprendido a meditar?
— A veces, cuando me
leen cosas mías, me digo «¡qué buenas son!» [y se echa a reír con ganas]. Es
muy bonito, y sobre todo haberlo escrito tan joven. A veces me da la
impresión de que ya todo es decadencia, de que todo está dicho al principio.
¿Me sigue pasando esto? [Se toma su tiempo para pensarlo] Bueno, en alguna
medida. Yo creo que no vivo con el desasosiego con el que vivía cuando escribí
ese libro, «El estreno», que tenía 35 o 34 años, y tampoco vivo ahora con la
avidez de quien quería beberse la historia de la literatura. Ahora, la verdad,
es que no tengo esa pretensión en absoluto, y la verdad es que así se vive más
a gusto. No diría yo que soy lo mismo que entonces, pero sí el mismo.
— La siguiente pregunta
va en esa misma línea. En ese mismo cuento, hacia el final, dice que «lo malo
de ser escritor es que es más importante la escritura que la vida». ¿Lo pensó
alguna vez el autor, y no que era malo, sino que era más importante? ¿Y ahora?
— Ahora no lo pienso.
Ahora pienso que la obra más importante es nuestra propia vida, nuestra
biografía. Y dentro de esa biografía están los libros que escribimos, claro. Es
verdad que lo que un escritor quiere dejar para el futuro son sus libros, eso
es cierto; pero además de mis libros, yo quisiera dejar el bien que haya
podido hacer a algunas personas, a cuantas más mejor. Últimamente me siento
como Schindler, el de la película.
Había empezado a salvar a los judíos del exterminio, y al final se daba cuenta
de que podía haber salvado a muchos más, y hasta se precipitaba para ayudar a
cuantos más mejor. Yo me siento un poco así, con esa urgencia por ayudar a
tantas personas a las que siento perdidas, o que confiesan abiertamente que lo
están.
— Dice que Pessoa es con
toda probabilidad el hombre que menos ha dormido de la historia de la
humanidad. ¿Y Cioran?
—Supongo que también
él muy poco, la verdad. Yo he leído a Cioran, pero tampoco he sido un fanático
de sus libros, porque me resultaban muy duros, y muy desgarradores. Me llama la
atención que en muchas contraportadas de novelas se dice: «Una visión lúcida y
despiadada del ser humano». Parece como si se asociara la lucidez a la falta de
piedad, pero nunca leeremos: «Una visión lúcida y pía del ser humano». Parece
como si la piedad fuera una visión torpe de la realidad, y eso a mí me parece
un error muy grave. No creo que lo impío sea necesariamente más lúcido que lo
pío, antes bien lo contrario.
— Aurelio Arteta
habla mucho de la compasión, como si fuera una virtud desprestigiada.
— Para mí esta visión
compasiva, o piadosa en el mejor sentido de la palabra, me parece de una gran
sabiduría. Y esto lo saco a colación porque casi todos los escritores son
escritores de la oscuridad. Cioran o Bernhard, que hemos citado, o el
propio Pessoa, aunque Pessoa tiene alguna cosa un poco más luminosa. Pero
poquísimos escritores son escritores de la luz. Los puedes contar con los dedos
de la mano. Y en cambio yo me siento llamado a ser un escritor luminoso, y
eso no significa ser un escritor ignorante de la oscuridad. Pienso que la luz
es más difícil de ver que la oscuridad, pero no porque no exista, sino porque
exige entrenar más los ojos y entrenar más el corazón. Los escritores
luminosos para mí han pasado ya por la oscuridad y han hecho el camino más
largo. Muchos autores son muy implacables con sus personajes, muy crueles; yo
me siento inclinado a ser tierno y benévolo con ellos.
— ¿En qué medida influyó
su abuelo en su forma de enfrentarse a la lectura y a la escritura?
— Yo a mi abuelo no
le conocí personalmente porque murió en el 54 y yo soy del 63, pero ha sido una
figura muy presente en mi familia. Decidir ser escritor teniendo a Eugenio
d’Ors como abuelo no ha sido fácil para mí. Porque el d’Ors por excelencia,
siempre va a ser él. Aunque nunca se sabe… [y se ríe]. Pero sí, para mí era una
persona de una categoría humana e intelectual de primerísimo orden. Muchas
veces he respondido diciendo que mi abuelo ha sido una bendición y un estigma
para mí, ambas cosas. Bendición porque me ha posibilitado moverme en una
tradición familiar donde la cultura y la literatura tenían mucho predicamento;
pero también estigma porque recuerdo que en el colegio, cuando hacia algo mal,
solían reprochármelo con un: «Parece mentira que seas un d’Ors». Te cae
entonces como una losa la responsabilidad.
— ¿Cuándo decidió
prescindir de la «J» a la hora de firmar sus libros y por qué?
— Lo primero que yo
publiqué fue un anecdotario misionero, que no forma parte de mi biografía
literaria porque no lo considero literatura; también una adaptación al teatro
del «Cuento de Navidad», de Dickens. Esos textos los firmé como Pablo Juan
d’Ors, que es como me llamo. Yo me llamo Pablo Juan porque mi padre se llamaba
Juan Pablo, y él quería que yo fuese como él, pero al revés. Firmé Pablo J. ya
en «El estreno», que fue realmente mi primer. La «J» desapareció con «Las ideas
puras», mi segundo libro, no sé si por consejo del propio Herralde o de alguno
de mis hermanos.
— En «Andanzas del
impresor Zollinger» cuenta que August no hubiera encontrado una choza en el
bosque de St. Heiden si no hubiera construido la suya. ¿Dónde aprendió mejores
parábolas, en Kafka o en los Evangelios?
— Pues son
precisamente para mí las dos fuentes parabólicas por excelencia: los Evangelios
y Kafka. Pero me quedo con los Evangelios.
— Más adelante, en el
mismo libro, escribe: «era un experto en hacerse sordo a los ruidos externos».
¿Ya había aprendido a meditar cuando escribió esas palabras?
— ¡Que va, que va! Si
lo extraordinario de la escritura es que no es un testimonio de lo vivido, sino
una profecía de lo que vas a vivir. Y por tanto te encuentras que luego vives
lo que has escrito. Podría dar muchos ejemplos de cosas que he encontrado
después que haberlas escrito. En aquella época, yo no meditaba en el sentido
estricto. Claro que desde que tenía veinte años y entré en el seminario,
hacíamos diariamente un tiempo de silencio. Pero no era el silenciamiento tal y
como ahora lo entiendo.
— ¿Qué le saca de
quicio, si es que algo le desquicia?
— Pues me desquicia
la hipocresía, en primer lugar. También la frivolidad, por ejemplo, esos
programas basura de televisión, la verdad es que no los soporto. Me ponen
enfermo. Y la maledicencia, hablar mal de los demás, también me parece que es
algo muy grave. La ostentación, también me saca de quicio, o por lo menos me
disgusta profundamente. El ruido, el ruido me saca de quicio. Eso sí.
— ¿Escuchamos demasiado
poco a los árboles, a los animales y a los otros?
— Sí, el problema
cuando hablamos del silencio, el problema número uno es nuestra dificultad para
escuchar, para ponernos en el lugar del otro…
— Sí. ¿Por qué
escuchar es difícil? Porque escuchar, al menos mientras estás escuchando,
supone el olvido de ti. Lo que es difícil es olvidarse de uno mismo, y eso
es a lo que enseña la meditación. La meditación enseña a no tenerte a ti como
centro, sino a descentrarte para luego encontrarte. La meditación es un
proceso de empobrecimiento que luego va a derivar en una riqueza
extraordinaria, pero no deja de ser una pobreza espiritual, un vacío, que dicen
en el budismo.
— Dice que «un árbol no
puede ser cortado impunemente sin permiso». Muchos, y estoy pensando en amigos
y compañeros de trabajo, se reirían e ironizarían sobre esa frase. Y sin
embargo no creo que se rieran ni se rían los niños.
— ¿Abraza literal y
metafóricamente a los árboles? ¿Nos iría mejor a los hombres si abrazáramos
literal y metafóricamente a los árboles, como hacía Chejov?
— En general nos iría,
vendría bien si abrazáramos más, árboles, personas y todo lo abrazable que
exista. Creo que hay un aprendizaje también mediante el contacto corporal, y
que eso es imprescindible como fuente de conocimiento. Cuando la parábola de
Zollinger, yo no había abrazado a ningún árbol; fue a partir de ahí que empecé
a abrazarlos de vez en cuando.
— Sí, es bonito. Lo
comparto.
— ¿Cómo se acompaña a un
moribundo? ¿Es acaso la expresión máxima de la ética de la atención y el
cuidado?
— No sí si la
expresión máxima, pero desde luego una de las expresiones más sublimes. Yo
ahora mismo no cambiaría mi trabajo de acompañar a los enfermos y a los así
llamados terminales por ningún otro. Porque tiene una densidad emocional,
existencial, religiosa de primer orden. Empiezas a acompañar a los moribundos
con decencia cuando no les ves como pobres hombres o pobres mujeres que se
están muriendo, sino que empiezas a verles como espejos de tu propia
indigencia, es decir, cuando te das cuenta de que ellos eres tú. Entonces ya
cambia la clave, ya no eres la persona buena que estás echando una mano, sino
que tú eres el que estás ahí, despidiéndote de la vida. Entonces es cuando se
vive con la adecuada profundidad.
— ¿Le da miedo la
muerte?
— La verdad es que
no. Francamente. Puede parecer una chulería, pero no me da miedo morir. A
veces, cuando escucho que la gente dice cómo ha luchado tal o tal persona por
la vida, y que ha pelado hasta el final, yo pienso que no es que combatir por
la vida no sea una virtud, pero creo que entregarla y rendirse también lo es. Y
esto no lo dice nadie. Nunca lo sabes, pero creo que cuando me llegue ese
momento a mí, yo voy a entregar la vida rápido. No creo que la única virtud sea
la lucha. Más que la muerte, lo que me da miedo es no saber sufrir con
dignidad.
— Un hijo de Dios. Un
hijo de Dios.
Selección de frases
Me interesa la gente que no se
puede comparar con nadie
Además de la memoria, los niños
deberían ejercitar la atención
El silencio es un espejo de lo que
somos, y lo que somos no nos gusta
Soy un pontífice, un hombre que
tiende puentes
Soy un hombre enamorado del
silencio, la palabra y la acción
Tenemos miedo de nuestras sombras
El amor romántico ha hecho mucho
daño en Occidente
Cuanto más medito, más misterioso
me parezco
¿Cuándo sabe un manzano que es un
manzano?
Nunca se debe olvidar que hay
pobres en el mundo
Amigos del desierto difunde la
práctica del silencio
La vida es mucho mejor que nuestros
sueños
Hay que recuperar lo más genuino
del cristianismo
Los cristianos no mueren con más
serenidad que los no cristianos
Los periódicos no deberían caer en
la frivolidad
Hay momentos para hablar y para
callar. Cuanto más sabio, más callas
Para mi experiencia iniciática me
fui a Viena y Praga
No escribo lo que pienso, escribo
para saber lo que he pensado
Lo más importante es nuestra propia
biografía
Parece como si la piedad fuera una
visión torpe de la realidad
Poquísimos escritores son
escritores de la luz
Mi abuelo Eugenio ha sido una
bendición y un estigma para mí
Kafka y los Evangelios son las dos
fuentes parabólicas por excelencia
Me saca de quicio la hipocresía, la
maledicencia, el ruido
El problema número uno es ponernos
en el lugar del otro
Nos iría mejor si abrazáramos más
árboles y personas
Los moribundos son espejos de tu
propia indigencia
Dejar de luchar, entregar la vida,
es también una virtud
El encargo del Papa: escribir informes
sobre la relación Iglesia-mundo
ABC 31/08/2014