"El perdón cae como
lluvia suave desde el cielo a la tierra. Es dos veces bendito; bendice al que
lo da y al que lo recibe"; así dice una frase atribuida a William Shakespeare que subraya la bondad de
una realidad –el perdón- tan deseada
como difícil de vivir. Es significativo que el famoso dramaturgo calificara al
perdón en términos de “bendición”, un concepto bíblico, muy presente ya en el
Antiguo Testamento, que destaca su vinculación con la vida –y vida en
abundancia (Jn 10,10)- y la generosidad.
La bendición (brk, en hebreo)
en el Antiguo Testamento tenía “ida y vuelta”. Uno podía estar lleno de la
bendición de Dios, o bien expresar agradecimiento y adoración al Señor
bendiciéndole. En el primer caso, la persona reconocía ser sujeto de bendición
a través de las experiencias de prosperidad que conllevan un beneficio para
quien las vive -la bendición de Yahveh es la que enriquece (Prov 10,22)
-, y que son un regalo. En el segundo caso, bendecir a Dios supone reconocer
que todos los dones proceden de Él, que lo bueno tiene su origen en Él –pues
tu amor es mejor que la vida mis labios te glorifican (Sl 63,4)-.
San Pablo expresó como nadie la
vinculación entre ambas en la carta a los Efesios:
Bendito
sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda
clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha
elegido en Él antes de la fundación del mundo para ser santos e inmaculados en
su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos
por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de
la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En Él tenemos por
medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de
su gracia que ha prodigado sobre nosotros (Ef 1,3-8).
Jesucristo es el lugar donde las dos
bendiciones se encuentran. Él es la mayor bendición del Señor para nosotros, y
es el motivo más grande para bendecir a Dios, para darle gracias por el Bien
recibido en Cristo.
Decir que el perdón es bendición
significa reconocer que tiene carácter gratuito (no se puede exigir), que es
algo bueno (beneficia a ambas partes y es una realidad positiva por principio,
en su desarrollo y su fin), un auténtico tesoro (una “rara avis”). Enriquece a
quien lo recibe y ennoblece a quien lo da. La vida se ensancha cuando aparece,
porque abre una puerta donde la angustia ha decidido instalarse de modo
invasivo y definitivo. Por eso su capacidad sanadora es inmensa, el mejor
remedio para algunas situaciones en las que habría que colgar el cartel de “no
hay salida”, “calle cortada” o “prohibido el paso”.
Sin embargo, no resulta sencillo ni
concederlo, ni recibirlo. Cuando alguien formula que “no le cuesta perdonar”
habría que preguntarse si de verdad se ha sentido ofendido. Porque el perdón es
un sacrificio que conlleva una renuncia a uno mismo (y a sus “derechos”) y supone
una auténtica prueba de fuego para la gratuidad en las dos direcciones. Es
necesario ser muy humilde tanto para acoger un don tan grande, como para
entregarlo. No obstante no solo es arduo vivirlo sino también saber aplicarlo
cuando realmente corresponde. La vida cotidiana está plagada de situaciones en
las que manejamos “algo parecido al perdón” (sucedáneos, más bien) sin que de
verdad sea adecuado ponerlo en práctica. Fomentar el olvido en su nombre,
pretender acabar cuanto antes con situaciones enojosas, utilizarlo como
chantaje emocional, acogerse al paso del tiempo como paliativo del dolor… son
algunas de las motivaciones más comunes que nos empujan a emplear el perdón[2].
Pero cuando hacemos un uso indebido de una realidad tan especial, ocurre como
con los medicamentos: que terminan por perder eficacia, y cuando de verdad se necesitan,
la mejoría es menor de la esperada. Por ello es tan importante detectar cuáles
son las heridas que necesitan de su poder sanador y qué se puede esperar tras
su acción.
Lo primero que hay que tener claro es
que si el perdón tiene un poder curativo es porque existe una lesión, algo que
está roto (un desgarramiento, una perforación, un corte) que necesita una
intervención. El perdón no aparecería nunca, no existiría, si no hubiera
ofensas que causan daño y sobre las que es recomendable actuar. El mal precede,
por tanto, al perdón. Por eso es necesario tanto detectar el mal, ponerle
nombre, reconocerlo, como diagnosticar el sufrimiento.
El paralelismo entre el dolor de las
ofensas y la enfermedad, resulta enormemente iluminador. No solo porque el
pecado tiene mucho de enfermedad (una idea ya presente en los Padres de la
Iglesia e incluso en grandes filósofos como Platón), sino por la relación
indisoluble entre el cuerpo y el alma; una unión tan fuerte que lo que se vive
en una de las dos dimensiones repercute directamente en la otra. Todo lo que el
cuerpo padece tendrá consecuencias inmediatas en el interior de la persona y
viceversa. Quizá sea esa la razón por la que en algunos episodios del evangelio,
Jesús, al mismo tiempo que sana una enfermedad, perdona los pecados (el relato
del paralítico sería emblemático en este sentido: ¿Qué es más fácil, decir:
"Tus pecados te son perdonados", o decir: "Levántate y
anda"?, Mt 9,4-5). Probablemente el Señor está apuntando que es más
difícil perdonar…
Las heridas son de diversa índole y
podríamos clasificarlas, en términos generales, en dos apartados: un primer
grupo centrado en el tipo de daño recibido; y otro, en el modo de cicatrización
de las heridas.
Según el tipo de
daño recibido
No todas las ofensas son iguales.
Como las lesiones que sufrimos “trasteando” en la vida cotidiana (caídas,
cortes, cirugías médicas, etc.), hay formas diferentes de recibir el impacto
del pecado de los otros (o de que nuestro pecado impacte en los demás):
Herida contusa
Es la causada por un golpe seco,
contundente e inmediato. Normalmente duele mucho en un primer impacto, pero
suele desaparecer fácilmente con el tiempo. A lo sumo deja una huella pasajera (como
los moratones) que recuerda lo que ha sucedido; pero no es tan grave como para cambiar
sustancialmente la vida del sujeto. Sin embargo, esto no quiere decir que una
ofensa con este perfil no deba de ser perdonada. Donde hay agravio, el perdón
es una posibilidad. Pues el daño no se mide únicamente por el perjuicio que genera
sino, sobre todo, por el mal que habita en la persona que lo causa. Y la
absolución no va dirigida al ofendido sino precisamente al culpable, para
sanarlo a él en primer lugar.
No es, por tanto, el dolor de la
víctima el que da la medida del perdón sino el pecado del ofensor que necesita
ser “intervenido”.
Herida punzante
Producida por un instrumento o arma
agudos; es la que provoca una sensación fría y cruel. Miguel Hernández expresó
magistralmente esta experiencia ante la inesperada y violenta muerte de su
amigo (“se me ha muerto como el rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería”):
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y
siento más tu muerte que mi vida.[3]
Este poema es considerado una poesía
de remordimiento y reconciliación, y no tanto de llanto por la muerte de un
amigo (que también), pues se había distanciado ideológicamente de su compañero
de tertulias para seguir los derroteros de las nuevas corrientes poéticas. Su
repentina desaparición le impidió reconocer todo lo que había hecho por él en
sus comienzos. Se sentía en deuda y ya no se lo podía comunicar. De ahí el
hondo lamento ante la experiencia de lo irreparable e irreversible. Lo hecho,
hecho está. También el verdadero arrepentimiento puede ser experimentado como
herida y el único consuelo es la reconciliación (ya que ni la reparación es
posible, al menos directamente[4], cuando
la persona ha muerto) y acogerse al perdón de Dios.
Herida penetrante
Reconocible porque es la que llega al
interior de una parte del cuerpo, la que no se queda en la superficie sino que
deja afectados los órganos vitales. Las úlceras visibles a los ojos constituyen
el síntoma de una afección más seria. Por ello es importante tratarlas, no sea
que contaminen todo nuestro ser. Son, por tanto, aquellas que no nos dejan
respirar con tranquilidad, las que nos impiden hacer una “vida normal” (o lo
que nosotros definimos como tal), las que nos cambian y dejan huella en el
rostro.
Según el modo de
cicatrización
Pero además de esta manera de
presentar las heridas hay otra forma de agruparlas -atendiendo al modo de
cicatrización- que también resulta iluminador pues proporciona claves interesantes
para reconocerlas y tratarlas:
Las que cicatrizan
Se trata de aquellas que curten y se
incorporan a nuestro ser; las que nos cambian el “mapa” del cuerpo (para bien o
para mal, aunque hoy en día se hacen auténticas virguerías para disimularlas);
las que no molestan y se pueden integrar en una memoria agradecida; las que se
pueden contar sin sentir molestias. Las que ya no duelen. A veces, incluso,
generan alrededor una zona “insensible” que protege de posibles nuevos golpes,
aunque el coste sea perder un poco de sensibilidad (muchas cicatrices dejan una
parte del cuerpo acolchada en la que uno apenas siente nada).
Esta cicatrización “gratificante”
puede venir de uno mismo (de su propia madurez
o capacidad de “regeneración” –hay personas que cicatrizan mejor que
otras--) o, en algunos casos, requieren de ayuda externa (un médico habilidoso
que sepa dar bien unos puntos de sutura). El perdón pertenecería a este orden
de realidades que vienen de fuera. Porque se trata de un acontecimiento que
adviene, que no depende de nuestros méritos ni de nuestra súplica (aunque ésta
pueda influir en la decisión de quien tiene la potestad de concederlo).
En la tradición bíblica, el hombre no
tiene capacidad para perdonarse a sí mismo. Debe esperarlo de otros, y especialmente
de Dios, a quien pertenece, en último término, toda indulgencia y misericordia.
Cuando alguien no vive en paz a pesar de haber sido perdonado no es tanto
porque no se haya perdonado (ya que eso no le corresponde) sino porque
probablemente no haya acogido plenamente el perdón que se le ha regalado.
Las que supuran de
vez en cuando
Hay heridas que siempre es necesario
vigilar porque nunca cierran del todo. Son las que de vez en cuando nos
recuerdan nuestra fragilidad. Aquellas, por ejemplo, que perdonamos cuando
menos nos duelen pero que en ocasiones nos hacen ver que algo de rencor queda y
que no hemos sido del todo gratuitos (por eso en el momento en que el dolor
arrecia de nuevo, volvemos a mirar con rabia al responsable de nuestra herida).
Sin embargo, también puede suceder
que creamos que no hemos perdonado al comprobar que, después de la ofensa, se ha
producido una ruptura real, una grieta que evidencia que las cosas ya no son
igual que antes. Algo ha cambiado. Pero es importante saber que el perdón nunca
significa volver a la situación previa, anterior al agravio o el daño, sino que
lo que está en su mano es abrir un horizonte nuevo, distinto, con posibilidad
de futuro, más allá del resentimiento. Y no elimina los sentimientos
desagradables que se mueven dentro de nosotros porque su territorio no son los
afectos sino la voluntad. Se trata de una decisión que implica un compromiso
por un camino que deja de lado la venganza. Pero cuesta descubrir esa novedad
del perdón como algo bueno. En más de una ocasión desearíamos que el pasado se
hiciera presente tal cual otra vez. Estamos apegados a las cosas y a las
relaciones y resulta difícil desprenderse de ellas. Sin embargo, el perdón es
una llamada al altruismo y a un amor siempre mayor; más parecido al de Dios. De
hecho, la reconciliación que se realizó en Jesucristo, no devolvió a la
humanidad al paraíso perdido, sino que la condujo a una situación
incomparablemente mejor.
Las que sangran
continuamente
La curación definitiva no es posible
en este mundo. Mientras exista el mal, habrá sufrimiento. Por eso es posible
encontrarse con heridas que nunca van a dejar de sangrar. Ni siquiera el perdón
tiene el poder de remediar ese padecimiento, aunque sí de paliarlo (solo
cicatrizarán del todo en la resurrección, como el mismo Jesús enseñó).
Iconos de sanación
Dos iconos muestran de modo
especialmente gráfico y real estas heridas que, mal vividas pueden amargarnos,
pero ofrecidas para la reconciliación son fuente de sanación para todos: la
Virgen ante la muerte del Hijo, y el costado abierto de Cristo en la cruz.
La Virgen en el
Calvario
Representa a todos los ofendidos “por
extensión”, o mejor, por amor. Pues ella se convirtió en víctima en el
sufrimiento de su Hijo. Ciertamente a una madre le duelen más los ultrajes que
un hijo recibe que los propios. También en la enfermedad el dolor afecta no
solo al enfermo sino a aquellos que lo aman.
Cuando María presenció las
humillaciones de Jesús, “una espada le atravesó el corazón” (cumpliéndose de
este modo la profecía de Simeón, Lc 2,35). Su respuesta ante tal barbarie la
convirtió en modelo de reconciliación por tres razones fundamentales: primero,
porque no huyó del dolor sino que estuvo a los pies de la cruz, al lado del
Hijo sufriente; segundo, porque recibió en sus carnes las ofensas hechas a
Jesús; y por último, porque tampoco ella, como el Señor, respondió a los
verdugos con la violencia. No hizo de la venganza el leitmotiv de su
vida, ni incitó a otros a que la llevaran a cabo. Todo lo contrario. María fue
causa de unión entre los discípulos y de que la obra comenzada por su Hijo
continuara. De este modo fue una pieza clave para que el mal no consiguiera una
victoria póstuma.
El costado abierto
de Cristo
Un símbolo de cómo el Señor ha
plantado cara al pecado. Un enfrentamiento que le costó la vida y que le dejó
marcas y heridas, pero que, al mismo tiempo, abrió infinitas posibilidades al
amor puesto que la muerte fue vencida.
El perdón de Cristo en la cruz (Lc
23,34) ha abierto una nueva vía para el ser humano. Evidentemente no quita el
sufrimiento. Pero no es lo mismo el dolor que nace del rencor que el que nace
del amor. El primero bloquea, aplasta, encierra en uno mismo, quita el aire; el
segundo, apuesta por la vida, privilegia a los otros por encima del propio
dolor, es generoso, vela por el bien común, se adentra en la gratuidad de Dios.
De este último nació una realidad tan rica como la Iglesia; es decir, un pueblo
formado por aquellos reunidos gracias al perdón del Señor que perdura más allá
de la muerte.
Conocer y reconocer qué tipo de
heridas nos afligen y son motivo de lamento, es muy importante para no pedirle
al perdón algo que no puede dar. Pues esencialmente en su relación con el dolor
difícilmente lo sabemos situar.
Habitualmente le pedimos al perdón que
solucione los conflictos, que mitigue el dolor o que haga desaparecer el
sufrimiento… Pero no es esa su misión propia (aunque normalmente su presencia
conlleve una rebaja del nivel de tensión o de la congoja). Pero eso es más bien
una consecuencia del perdón, no lo que debe originarlo. Su motivación es el
amor, sin más.
El perdón mira “cara a cara” la
culpa, y sin negarla, la absuelve, concediendo inmerecidamente, por pura
gracia, algo que no le corresponde al culpable. Por ello la razón más potente
para perdonar es la “sin-razón”. El perdón perdona porque quiere.
Muchos enfermos terminales buscan el
Sacramento de la Reconciliación y lo viven como una oportunidad única para
morir en paz; en otros casos se convierte incluso en fuente de revitalización y
mejoría física real. Y la causa principal de este consuelo está en el hecho de que
el enfermo por el pecado, cuando se decide a pedir perdón, es capaz de aceptar
un amor que no se asusta de su miseria y que le ayuda a “levantarse” y quedarse
en paz.
Ahora bien, en las heridas que son
“para toda la vida” (la muerte violenta de un hijo, la difamación, el desprecio
continuo…) es importante asumir que no se debe exigir al perdón un consuelo que
suprima cicatrices imborrables. Eso sería algo humanamente inadmisible y
divinamente improbable. El dolor es síntoma de la necesidad de perdón, pero no
su causa, ni tampoco su finalidad. Su objetivo principal es ofrecer un futuro
lleno de la vida que el mal nos niega. Ya en los Padres de la Iglesia aparecía
la concepción del perdón como una nueva creación. Porque abre una ventana donde
no había más alternativa que el resentimiento o el rencor, es decir,
movimientos del corazón que conducen a la tristeza, la rabia, el bloqueo
interior... Mientras que la absolución del culpable arrepentido, no solo frena
la cadena del mal sino que hace que el dolor cambie de “forma y color”, e
incluso que tenga un sentido: estar al servicio de un amor siempre mayor,
profundamente humano porque “rescata” a la persona de una situación que para
ella no tiene salida, pero genuinamente divino porque un acto tan generoso y
gratuito solo puede proceder de Dios.
Mª Dolores López Guzmán[1]
Publicado en la revista Labor Hospitalaria nº 302 (2012), pp. 40-45
[1] Profesora de teología en la
Universidad Pontificia de Comillas y en el Instituto Superior de Ciencias
Religiosas San Agustín. Madrid.
[2] Uno de los autores que más ha
puesto de relieve esta práctica habitual de perdones “apócrifos” es el filósofo
francés V. Jankélévitch. Ver: Vladimir Jankélévitch, Le pardon, en: Philosophie
morale, Flammarion, Paris 1998. Un estudio sobre este pensador que realizó una
fenomenología del perdón tras la experiencia de la persecución nazi se puede
encontrar en: Mª Dolores López Guzmán,
Desafíos del perdón después de Auschwitz.
Reflexiones de Jankélévitch desde la Shoa, Comillas-San Pablo, Madrid 2010.
[3] Miguel Hernández, “Elejía a Ramón Sijé”: El rayo que no cesa, 10-enero-1936.
[4] Ciertamente siempre queda la
posibilidad de tener “gestos de conversión” y reparación de modo indirecto que
manifiesten un cambio de vida y que conlleven la realización de obras que
supongan un bien para todos. Aquí radica en el fondo el sentido de la
penitencia.
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