martes, 23 de junio de 2015

Discurso del Papa en el encuentro con los enfermos y discapacitados en la Iglesia del Cottolengo

Queridos hermanos y hermanas, no podía venir a Turín sin detenerme en esta casa: la Pequeña Casa de la Divina Providencia, fundada hace casi dos siglos por san Giuseppe Benedetto Cottolengo. Inspirado por el amor misericordioso de Dios Padre y confiando totalmente en su Providencia, acogió personas pobres, abandonadas y enfermas que no podían ser acogidas en los hospitales de aquel tempo.

La exclusión de los pobres y las dificultades para los indigentes de recibir la asistencia y las curas necesarias, es una situación que desgraciadamente está presente aún hoy. Se han hecho grandes progresos en la medicina y en la asistencia social, pero se ha difundido también una cultura del descarte, como consecuencia de una crisis antropológica que ya no pone al hombre en el centro, sino el consumo y los intereses económicos (cfr. Evangelii gaudium, 52-53).
Entre las víctimas de esa cultura del descarte quisiera aquí recordar en particular a los ancianos, que son acogidos en gran número en esta casa; los ancianos que son la memoria y la sabiduría de los pueblos. Su longevidad no siempre se ve como un don de Dios, sino a veces como un peso difícil de sostener, sobre todo cuando la salud está fuertemente comprometida. Esa mentalidad no hace bien a la sociedad, y es nuestra tarea desarrollar “anticuerpos” contra ese modo de considerar a los ancianos, o a las personas con discapacidad, como si fuesen vidas ya no dignas de ser vividas. Eso es pecado, es un pecado social grave. ¡Con qué ternura en cambio el Cotolengo ama a estas personas! ¡Aquí podemos aprender otra mirada a la vida y a la persona humana!
El Cotolengo ha meditado mucho la página evangélica del juicio final de Jesús, en el capítulo 25 de Mateo. Y no se ha hecho el sordo a la llamada de Jesús que pide  ser alimentado, refrescado, vestido y visitado. Movido por la caridad de Cristo dio inicio a una obra de caridad en la que la Palabra de Dios ha demostrado toda su fecundidad (cfr. Evangelii gaudium, 233). De Él podemos aprender la concreción del amor evangélico, para que muchos pobres y enfermos puedan hallar una “casa”, vivir como en una familia, sentirse pertenecientes a la comunidad, y no excluidos y soportados.
Queridos hermanos enfermos, sois miembros preciosos de la Iglesia, sois la carne de Cristo crucificado que tenemos el honor de tocar y de servir con amor. Con la gracia de Jesús podéis ser testigos y apóstoles de la divina misericordia que salva el mundo. Mirando a Cristo crucificado, lleno de amor por nosotros, y también con la ayuda de cuantos cuidan de vosotros, encontráis fuerza y consuelo para lleva cada día vuestra cruz.
La razón de ser de esta Pequeña Casa no es el asistencialismo o la filantropía, sino el Evangelio: el Evangelio del amor de Cristo es la fuerza que la hizo nacer y que la hace ir adelante: el amor de predilección de Jesús por los más frágiles y los más débiles. Ese es el centro. Y por eso una obra como esta no avanza sin la oración, que es el primer y más importante trabajo de la Pequeña Casa, como le gustaba repetir a vuestro Fundador (cfr. Dichos y pensamientos, n. 24), y como demuestran los seis monasterios de monjas de vida contemplativa unidos a la misma obra.
Quiero agradecer a las monjas, a los hermanos consagrados y a los sacerdotes presentes aquí en Turín y en vuestras casas esparcidas por el mundo. Junto a muchos agentes laicos, voluntarios y “Amigos del Cotolengo”, estáis llamados a continuar, con fidelidad creativa, la misión de este gran Santo de la caridad. Su carisma es fecundo, como demuestran también los beatos don Francesco Paleari y fray Luigi Bordino, y la sierva de Dios sor María Carola Cecchin, misionera. Que el Espíritu Santo os dé siempre la fuerza y el valor de seguir su ejemplo y dar testimonio con alegría de la caridad de Cristo que lleva a servir a los más débiles, contribuyendo al crecimiento del Reino de Dios y de un mundo más acogedor y fraterno. Os bendigo a todos. Que la Virgen os proteja. Y, por favor, no olvidéis de rezar por mí.
Al final el Papa salió al patio interior para saludar a los que no habían cabido:
Os saludo a todos, os saludo de corazón. Os agradezco mucho lo que hacéis por los enfermos, por los ancianos y lo que hacéis con ternura, con tanto amor. Os agradezco mucho y os pido: rezar por mí, rezar por la Iglesia, rezar por los niños que aprenden el catecismo, rezar per los niños que hacen la primera Comunión, regar por los padres, por las familias, y desde aquí rezad por la Iglesia, rezad para que el Señor envíe sacerdotes, envíe monjas, para hacer este trabajo, ¡tanto trabajo! Y ahora recemos juntos a la Virgen y luego os doy la bendición [Avemaría].

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